Javier Rioyo
Estoy muy cerca de uno de los lugares en que a Buñuel le gustaba refugiarse. Muy cerca de su refugio gallego. Muy cerca de esa casa de su amigo José Luis Barros, el mayor seductor que hemos conocido, el médico ilustrado, el inolvidable amigo de tantos españoles que merecen la pena. Aquí venía Buñuel para escribir, pero sobre todo para beber, comer, charlar y alargar las bromas entre vinos, ginebras y populares comidas. Se hablaba del misterio y de la vida. De sus contradicciones. Muy poco de cine. Prefería hablar seriamente en broma. Lo que dijo en sus películas, en sus escritos, sigue siendo tan válido, tan liberador que, estoy de acuerdo con mi desconocida amiga Enea, nos sirve para los complejos caminos de la vida. Una aventura más complicada que el Camino de Santiago, una vía no precisamente láctea.
Desde aquí, por mi lento correo en Internet, veo que los amigos de Calanda vuelven a programar las películas que le hubiera gustado ver al espectador Buñuel. Es un pequeño festival durante unos días de agosto, entre el 18 y el 25, en el pueblo ahora silencioso, caluroso y apacible de ese lugar de Teruel donde nació un genio que creció libre, provocadoramente libre. No estoy tan seguro que las películas, al menos no todas, que se programan fueran de su agrado. No era un gran cinéfilo. Lo fue en su juventud. Después dejó de ver casi todo el cine contemporáneo. Por no querer, no quiso salir en una película de Woody Allen, porque no conocía su cine. Allen sustituyó la parición de Buñuel por la de Marshall McLuhan, no es lo mismo, pero tenía gracia la presencia del estructuralista en aquella cola para una película de Bergman o algo así.
De Buñuel sabemos sus primeros gustos clásicos por la programación del Cine Club madrileño que durante un tiempo codirigió, en compañía del fascista y vanguardista, Ernesto Gimenez Caballero. Después dejó pocas pistas sobre sus películas preferidas. Le gustaba Fellini. También le gustó la de los “conejos” de su alumno Saura, se refería a La caza. Le gustaron muchas del cine negro. De algunos otros europeos, de aquellos contemporáneos suyos que ya sólo existen en nuestras filmotecas.
No le gustarían muchas de las que se programen en Calanda. Pero cualquier excusa en buena para escaparse a su pueblo. Para ver el museo que le han dedicado. Para visitar las que fueron sus casas. Su campo. El lugar de tantos veranos. Donde fue niño y libre. Donde conoció insectos, milagros, mujeres, hombres y otros animales.