Javier Rioyo
El cine, como la vida oficial, entonces era en blanco y negro. Había, eran los años de los comienzos del pop, otro mundo en colores y otro cine también en color. Incluso en technicolor. Pero nos gustaba ver unas películas llenas de sombras, de dudas, sentimientos, muchos diálogos y no pocos silencios. Eran hermosamente extrañas. Bastante ajenas, y al tiempo muy cercanas. Ellos, los personajes de aquellas películas, también muchas veces sufrían tormentos, carencias de fe o deseos carnales. Ellos también, como adolescentes de un país llamado España, oficialmente católico, y rodeados de vigilantes de la fe. Los que entonces, en aquellos años sesenta, fuimos adolescentes, entendíamos ese mundo de sombras y deseos de ese cineasta que llegó del frío, de un lugar donde los milagros eran posibles y no tenían nada que ver con nuestros milagros barrocos y tremendistas, Suecia. Un lugar excelente, contaban, para imaginar el infierno y el paraíso. Del mismo lugar de donde también venían esas rubias liberadas de las que mucho oíamos hablar y que siempre parecían la conquista de los mayores, las suecas.
Las suecas del cine de Bergman, Ingrid Thulin, Liv Ulman y aquellas otras también parecían mujeres eróticamente abiertas, pero muy complicadas para unos adolescentes.
Bergman, además de otras muchas historias de lo profundo, era también alguien considerado peligroso por los vigilantes de la moral. Todavía recuerdo los frustrados intentos para colarnos en El manantial de la doncella. No era fácil, no teníamos ni sombra de bigote, ni edad, ni casi pantalones largos… pero es que en aquella película, nos habían contado los mayores, salían unas chicas desnudas. Nada nos obsesionaba tanto. No había mayores sueños que esos de ver a unas chicas desnudas al lado de un manantial. No pudimos ver entonces la película. En realidad aquello fue lo primero que nos interesó del tal Bergman. Después vimos todo Bergman. Lo vimos casi religiosamente en las sesiones en blanco y negro en los cine-clubs. Lo estudiamos, lo discutimos, lo quisimos… y también lo negamos. Seguimos viendo a Bergman. Leyendo a Bergman -gran memorialista- y regresando a su cine. Al que supo hacer para contarse a sí mismo, para contarnos un poco más a todos. Hoy, un día después de su muerte, volveré a Bergman. En mi retiro de verano, una rara premonición, me traje unas cuántas de sus más raras y antiguas películas. Creo que veré El rito, porque además él hace de actor y me apetece ver de cerca a este cineasta de una época del cine, de la cultura europea, que no volverá. Que es irrepetible. Seguramente, felizmente irrepetible.