Javier Rioyo
Estuve disfrutando en uno de los conciertos madrileños de Ana Belén. Me enamoré de ella cuando éramos muy jóvenes. Y todavía me dura. Me parece una delicia de dulce provocación, de voz, de cuerpo y de lo demás. Todo, pero todo, para mi querido Víctor Manuel, que lo goce. Cuando me enamoré, ella estaba en un teatro, era una hija del Rey Lear. Los dos éramos adolescentes. Ella no me vio, estaba empequeñecido en mi butaca, escondido entre el público del Teatro Español. Después se hizo muy famosa por músicas, letras y actuaciones. Siguió, casi desde siempre en compañía de Víctor Manuel, creciendo como actriz, mujer y cantante. Ha sido comprometida, luchadora, madraza y nunca olvida que una vez fue una chica de Lavapiés.
Es uno de esos pequeños -o no tanto- mitos que uno ha tenido la suerte de conocer. Sigo fiel a mis amores imposibles. Me gusta imaginar cosas cuando la escucho emplear sus seducciones. Sé que es un juego de actriz, pero es un placer dejarse llevar por la imaginación de historias imposibles.
El otro día, en uno de esos cines de la Gran Vía que ahora es un teatro, me hizo volver a ser el adolescente enamorado que un día fui. Una historia imaginaria que todavía no ha muerto del todo. ¡Qué raros somos!
Cuando salí me la tropecé por muchas esquinas. Está anunciando, desde su hermosa madurez, con su sonrisa llena de dientes, algún producto de belleza. En eso terminan muchos de nuestros mitos, en una valla publicitaria. Un buen sitio para mantener los sueños en público.
Y Ana, por su evocación, su recuerdo y homenaje a la canción italiana, a las canciones del gran Francesco de Gregori, al deseo de ver, escuchar y leer a otro de los cantantes italianos preferidos. El escritor y cantor, Roberto Vecchioni. Aquí no lo conoce nadie, pero el viernes se le podrá ver en el Instituto Italiano de Madrid. Y además se puede leer su novela El librero de Selinunte, editada por la muy italianizante y excelente editorial Gañir. De eso hablaremos otro día. No quiero despistarme de Ana y mis lobos.