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Vindicación del arte en la era del artificio

Javier Fernández de Castro

 Romper una lanza en favor del arte es un intento tan noble como arriesgado porque el propio lenguaje al que se recurre para llevar a cabo tan meritorio propósito es confuso y está bajo sospecha de contaminación debido a que, para empezar, también es confuso y sospechoso aquello sobre lo que se habla. Y basta tomar como ejemplo la palabra belleza: podemos decir con seguridad de ser entendidos por un hipotético interlocutor que una Anunciación de Fra Angélico es bella, pero ya no está tan claro que el mismo interlocutor coincida con nosotros si hablamos de belleza al referirnos a uno esos cuadros de Francis Bacon que parecen bodegones realizados en un matadero tercermundista.

Y lo mismo cabría decir del concepto de Obra de arte si, a manera de ejemplo, traemos a colación el vulgar sanitario de serie que hace ahora cien años Marcel Duchamp colgó en una galería afirmando que se trataba de una obra de arte, o si nos referimos al cuadro “Blanco sobre blanco” de Kazemir Malevich o a los lienzos cortados de Lucio Fontana. Se podrían poner miles de ejemplos más en los que todavía hoy no está claro por qué, o por qué no, puede hablarse de una obra de arte, aunque justamente por eso se dice que el lenguaje del arte es confuso o que está bajo sospecha de contaminación.

La cuestión podría reducirse a un simple tema de discusión para eruditos aburridos si no fuera porque, como señala J.F. Martel en este libro, en nuestra era la ideología se propaga utilizando las técnicas del arte. La supuesta libertad de pensamiento que pregonan las democracias occidentales se ve contrarrestada (por cierto que muy eficazmente) por el férreo control del sentimiento y el pensamiento que se ejerce a través de los medios de difusión, también llamados medios de formación de masas. Como dice el activista radical Slavoj Zizek, la doctrina oficiosa en las sociedades democráticas insiste en que las más profundas aspiraciones del ser humano están a punto de verse satisfechas gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, y para demostrarlo el abrumador bombardeo de optimismo abarca todos los ámbitos, desde la curación de las enfermedades y la prolongación de la vida o la eterna juventud hasta la cada vez más cercana colonización de otros planetas. No por casualidad en cambio, apunta Zizek, la mera alusión a un posible cambio de la economía global por más razonable que sea (digamos que un reparto más justo de la riqueza) provoca una condena unánime por parte de quienes controlan los medios de difusión. O por decirlo en palabras de Zizek, se admite y permite cualquier iniciativa circunscrita a los límites que impone el mercado, al tiempo que se presenta como inviable cualquier alteración de dichos límites.

El problema se agrava por el hecho de que en una sociedad como la actual, incuestionablemente dominada por la información, el afán de dominio ya no recurre a la vieja práctica de disciplinar a los díscolos porque cree más efectivo controlarlos. Actualmente no se busca castigar a los transgresores sino controlar la libertad de pensamiento, determinar los sentimientos y teledirigir la iniciativa de tal forma que cualquier cambio en profundidad parezca imposible. Y como J.F. Martel plantea desde diversos puntos de vista en su libro, la ideología, o el control social, se lleva a cabo mediante una operación cuyos mecanismos surgen de la estética. O de una perversión de la estética denominada artificio.

Al fin y al cabo, si las sociedades autocráticas han ejercido desde siempre un control tan brutal sobre la actividad artística es porque reconocen el poder subversivo del arte y lo criminalizan con vistas a disponer de los medios indispensables para domeñarlo y ponerlo al servicio de su ideología. La sociedad de la información persigue los mismos objetivos que la autocrática, salvo que en lugar de perseguir o castigar ha optado, en palabras de J.F. Martel, por sustituir el arte por el artificio, el cual, para entendernos, vendría a ser una especie de arte domesticado. Es decir, privado de un poder tan subversivo que ponga en peligro la estabilidad del mercado como el demostrado por los Duchamp, Malevich, Fontana y el resto de creadores que rompieron los moldes establecidos en busca de (y aquí topamos de nuevo con una palabra turbia) la verdad. O como querían los surrealistas, saber lo que hay detrás de una pared. La sociedad de la información se siente tan fuerte que permite incluso la existencia de discursos artísticos muy críticos contra el sistema justamente porque los sabe impotentes para cambiarlo. Y ahí reside el sentido de romper una lanza en favor del arte: si alguna esperanza queda de derrotar el dominio abrumador de la sociedad de la información reside en la potencia subversiva del arte. Para Gilles Deleuze, el efecto perturbador que provocan los cuadros de Cézanne es que reflejan “el paisaje antes del hombre”, es decir, sin prejuicios ni predeterminaciones. Que es, justamente, lo que la autoridad competente trata de impedir mediante el recurso masivo al contenido insustancial e irrelevante que producen los medios de comunicación.

Por desgracia, el noble gesto de J.F. Martel al romper una lanza en favor del arte y contra el artificio choca contra un primer y serio problema: cómo hacerlo. Cómo convencer a una voluntad múltiple y variopinta de que la forma de romper el maléfico círculo del artificio es volver a dejar que se exprese libremente el arte, sea éste lo que sea.

Vindicación del arte en la era del artificio

Jean-François F. Martel

Traducción de Fernando Almansa

 

Atalanta

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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