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Viaje musical por Francia e Italia en el s.XVIII

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Charles Burney (1726-1814) fue organista, compositor y uno de los más prestigiosos historiadores de la música en la Inglaterra del siglo XVIII.  Según cuenta él mismo, le asombraba que la historia,  la arquitectura, la escultura o la pintura de Italia ofrecieran una inmoderada cantidad de tratados y  relatos de viaje. Y que en cambio no existiera una buena historia de la música en Italia pese a que “ese país encantador es el que ha influido en mayor medida sobre nuestra concepción de la elegancia y la excelencia, que son atributos propios de este arte”.  

            Dispuesto a poner fin a semejante escándalo, Charles Burney se dirigió a Dover el 5 de junio de 1770 con intención de atravesar Francia (Lille, París, Lyon), Suiza (Ginebra) e Italia (desde Turín a Nápoles y vuelta pasando por  centros musicales italianos tan señalados  como Venecia, Verona, Florencia o Roma). Su propósito al emprender tan largo y fatigoso periplo era “visitar las verdaderas fuentes y beber lo que mana de ellas, y de paso, también, por qué no admitirlo, satisfacer mi curiosidad”.

Sin embargo, en su ansia por atravesar el Canal y empezar a recopilar material y escuchar por sí mismo a los principales músicos e intérpretes, al llegar a Dover se vio obligado a posponer su salida durante un par de días debido a un olvido imperdonable. Cabe pensar: se olvidó los salvoconductos. O las cartas de presentación para las eminencias de cada ciudad. O quizá los avales para que los banqueros de cada parada le suministraran fondos. Pues no. Se había dejado la espada “el salvoconducto de un caballero en el Continente”. Obviamente, y salvo para lucirla en las recepciones de gala, no hará uso del arma en todo el viaje.

Al principio de su relato Burney asegura que siendo su  objetivo primordial la música “he querido dejar de lado otra  cosa que no estuviese relacionada con la música”. Y promete no dejarse distraer contemplando cuadros, estatuas y edificios. Pero quiá. Cómo pasar por Venecia, Florencia o Roma sin ver con sus propios ojos algunos de los prodigios que atesoran esas ciudades. Y encima si eres un hombre con un ojo excelente, sobre todo para la pintura.

 Pero hay más: además de una relación competente y de primera mano de la (ingente) actividad musical que le sale al paso, el lector recibe una avalancha de información acerca de temas tan variados como  los sistemas de transporte de viajeros, las carreteras y los paisajes por los que atraviesan o la calidad de las posadas y la calaña moral de los posaderos. Pero sobre todo una información detallada acerca de las costumbres de las clases altas y acomodadas, y en especial de los nobles y familias pudientes inglesas instaladas en suntuosas villas donde celebran  fiestas, merendolas, cenas y cotillones siempre adornados por la música, con una notable aportación (fundamentalmente canto) a cargo de las cultas,  cultivadas y siempre bellas anfitrionas de cada mansión.

Leyendo las andanzas de  Burney se advierte hasta qué punto la música era un arte vivo y un elemento vitalizador de la sociedad. Además de incontables solistas e intérpretes (profesionales o aficionados) Burney se relaciona con un ejército aún más numeroso de mecenas, editores, copistas, libreros, coleccionistas y melómanos que le ofrecen una información de primera mano acerca de la actividad musical del momento en cada ciudad y también sobre técnicas de ejecución, instrumentos musicales, las escuelas y conservatorios, etc, todo ello enriquecido por el excelente trabajo del traductor y autor de las innumerables notas, Ramón Andrés.

El libro tiene un peligro: resulta difícil acabarlo sin tener anotadas para su compra un gran número de piezas, muchas de ellas desconocidas pero de las que Burney habla con un entusiasmo contagioso. Por desgracia, piezas  como el Misere, de Allegri, será difícil escucharlas  en todo su esplendor, pues la audición canónica se hace en el Vaticano, la noche de Viernes Santo, a oscuras y con el papa y los cardenales tumbados de bruces en el suelo mientras resuenan las voces angelicales de unos coros que ensayan durante todo el año para la ocasión. De todas formas, y aunque sea en un humilde iPod, ese Miserere debe ser escuchado una y otra vez con la seguridad de que nunca producirá una sensación de saciedad.

 

Viaje musical por Francia e Italia en el s.XVIII

Charles Burney

Traducción y notas de Ramón Andrés

 

Acantilado     

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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