Javier Fernández de Castro
La infancia de un niño rico y feliz de Valparaíso tiene por fuerza que parecerse (mimo va, mimo viene, aquella primita tan linda o la niñera haciendo las veces de madre) a la infancia de los niños ricos y felices de cualquier otro rincón del mundo. Por eso los primeros años de la vida del narrador de esta novela suenan un poco a dejà vu. Sin embargo, y aparte de que tampoco es ningún sacrificio hacerlo, es aconsejable aguantar un poco y seguir el desarrollo propio de cualquier persona porque cuando el narrador crece también crece el interés de lo que cuenta, entre otras cosas porque, una vez superados, la casa paterna, el jardín y el colegio dejan paso a Valparaíso y esa ciudad, empezando por su nombre, en manos de un narrador competente, resulta fascinante.
Joaquín Edwards Bello era hijo de una familia patricia chilena que lo destinó a la diplomacia, aunque renunció a ésta en favor del periodismo. Durante cuarenta años tuvo en La Nación una columna que cimentó su fama y le permitió mantener una presencia en el país incluso cuando físicamente se encontraba muy lejos por culpa de sus ideas y sus trifulcas con unos y otros: no era un hombre fácil y su sentido crítico, unido a un humor a ratos muy ácido y a una posición desahogada que le permitía no depender de nadie, le costaron no pocos enemigos y exilios. Aparte de sus muy apreciadas crónicas de la vida diaria de su país, Joaquín Edwards Bello escribió novelas tan apreciables como El Roto (1920) o Un chileno en Madrid (1929), en la que ya utilizaba una técnica narrativa que llevó a su extremo en Valparaíso, la ciudad del viento (1931). En sucesivas ediciones le fue cambiando el título hasta quedar solo el nombre de la ciudad. En 2005 su sobrino, el también novelista Jorge Edwards, le dedicó un cariñoso homenaje en El inútil de la familia.
Tras la publicación de Valparaíso, y durante algún tiempo, la crítica anduvo dándole vueltas al género de esa obra, pues no tenía claro el grado de veracidad y de creación en lo que Joaquín Edwards contaba de sí mismo. En realidad, la frescura y naturalidad que desprende todavía Valparaíso se debe en parte a la actual insistencia en recurrir a las novelas autobiográficas, o biografías noveladas, como se quiera, un género en el que destaca la monumental narración de Edward St.Aubyn, que cuenta y no cuenta su vida en un monumental ciclo de cinco novelas reunidas recientemente bajo el título de The Patrick Melrose Novels.
Llamar la atención de un posible lector bajo la promesa de hablar de sí mismo (se supone que sin censura) tiene un doble peligro. De una parte la apuesta obliga a sacar a la luz lo trivial y anecdótico, pero también lo más profundo y oscuro de uno mismo. Lo más sagrado. Y eso siempre es delicado, aparte de doloroso y expuesto. Al mismo tiempo la apuesta obliga a hablar de los demás con idéntica veracidad, ya sean padres, amigos, amores o desamores. Y si es peligroso decir según qué cosas de uno mismo, cómo no va a serlo si el protagonista de algún suceso no muy elogioso y poco digno de imitación es tu propio padre, tu mejor amigo o aquella mujer que tan generosamente se entregó a cambio de nada. “Puro veneno”, como dice Marlowe cada vez que alguien quiere contarle algo comprometedor. Otra cosa son los diarios, o los dietarios, en los cuales se da cuenta de ciertas cosas sin que el lector pida cuenta de los silencios. Cosa que no ocurre cuando la promesa es contarlo todo.
El gran invento de la falsa autobiografía y la biografía novelada es que, en sí misma, toda ella es una licencia poética, y lo que importa no es la verdad verdadera sino la imagen, el ambiente, el colorido, el perfume, la huella. Es como si el autor reprodujese en toda su sonoridad y cromatismo la melodía de una composición musical y dejase la letra al albur de la creatividad del lector. O por decirlo con todas sus consecuencias, lo que importa es la expresividad y la verosimilitud, no la exactitud de los hechos contados.
La ciudad de Valparaíso, ¿era a finales del siglo XX como la pinta, o tararea, Joaquín Edwards Bello? Probablemente sí. ¿Eran los personales y sus vidas como aparecen aquí? ¿Contará lo aquí narrado como prueba de sus actos (buenos o malos) el día del Juicio Final? Rotundamente, no. Dilucidar esa cuestión le queda al erudito que decide hacer una biografía académica de un autor, porque a él si se le exige rigor y exactitud, y se le pide que rinda cuentas si se le detectan renuncios. A un lector actual, que si no es chileno probablemente no conocerá a Edwards Bello, le tiene sin cuidado el rigor histórico. Lo que de verdad le interesa es la imagen de la ciudad que surge en torno a los personajes, y el alcance humano de éstos a través de sus vidas. Y en ese sentido Valparaíso ofrece momentos de lectura muy gratos porque, aun siendo en palabras de Gabriela Mistral “el hijo más reprendedor de su patria que la salió a nuestro Chile”, la relación del autor con su ciudad natal es íntima, entrañable y, sobre todo, profundamente agradecida. Y esas cualidades, en manos de un cronista experimentado y con ganas de corresponder a las deferencias que su ciudad tuvo con él, da como resultado una narración viva, enriquecedora y estimulante hasta el extremo de que dan ganas de cerrar el libro e ir a ver personalmente ese paraíso.
Valparaíso
Joaquín Edwards Bello
Ediciones Diego Portales