Javier Fernández de Castro
Entre 1975 y 1978, Patti Smith sacó tres álbumes, Horses, Radio Ethiopia y Easter, que la situaron en un lugar envidiable en el grupo de privilegiados que parecían llamados a poner voz e imagen al último cuarto del siglo XX. En la España de la época, a las dificultades del trasvase entre idiomas se unió la desidia de unas discográficas sabedoras de que el producto se vendía sólo y no necesitaban cuidarlo, por ejemplo incluyendo en las solapas las letras y no digamos las traducciones de esas canciones que se escuchaban en todas partes y que incluso se tarareaban a base de unir sonidos onomatopéyicos que imitaban más o menos lo que habían escrito los compositores. Gracias ello, la voz de los cantantes era como un instrumento más junto con las guitarras eléctricas, la percusión, el viento y los inventos tecnológicos que se impusieron en los estudios de grabación según se iban agotando las ideas y había que ocultar el silencio.
En el caso de Patti Smith, su voz era ronca, a ratos algo desgarrada y sobre todo indescifrable (y cómo podría ser de otro modo si se trataba de la hija de un suburbio industrial de Chicago trasplantada a uno de los barrios más bohemios e iconoclastas de Nueva York). Pero al mismo tiempo era extraordinariamente expresiva y por lo tanto capaz de suscitar sentimientos, crear estados de ánimo y provocar emociones. Lo cual, bien mirado, es lo que se espera de la música, ya sea un exabrupto punk o una sonata de Beethoven.
De su imagen (luego sabríamos que cuidadosamente elaborada, destacaba una indumentaria que parecía recién rescatada de los cubos de desperdicios del Savation Army, el peinado a lo Keith Richards, los abalorios exóticos y, sobre todo, la acentuación de sus rasgos andróginos. A medida que aumentaba su popularidad también crecía su leyenda, estrechamente ligada a personajes tan míticos como Robert Mapplethorpe, Sam Shepard, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Andy Warhol, Bob Dylan o Bruce Springsteeen. Y ligada también a lugares no menos míticos como el Hotel Chelsea, el Max´s o la Factoría. En su día, mencionar su círculo de amistades era como recitar una necrológica porque entre el alcohol, las drogas y los distintos excesos que propician la fama y el dinero ganado a espuertas, la lista de bajas era interminable, pues cada día caía alguien más. Hasta que un buen día ella misma desapareció y otro buen día reapareció, veinte años después, diciendo ser viuda y con dos hijos. También decía tener graves problemas económicos y en cada entrevista se veía obligada a negar que fuera (cielos) "la abuela del punk".
Curiosamente, y pese a lo que pueda decir esa leyenda que aún la persigue, según vas leyendo capítulos de su biografía, Éramos unos niños, cada vez entiendes mejor cómo pudo salir incólume después de vivir tantos años en el ojo del huracán, muchas veces incluso durmiendo con él, como es el caso de su larga y muy provechosa relación sentimental con un desaforado como Mapplethorpe. Reducida a un esquema muy básico, su biografía coincide con la de millones de burguesitas que aterrizan en Nueva York con el sueño de hacerse artistas. Y este rasgo, entender el arte como un modo de vivir la vida (o lo que es lo mismo, como una profesión), es lo que la unió con todos cuantos tuvo una relación sentimental, y en definitiva, fue su tabla de salvación. "Hay artistas que reflejan la vida y otros que la transforman", insiste ella varias veces. Y cuando sus compañeros dejaban de crear y copiaban la vida, o lo que es peor, se copiaban a sí mismos, ella lo veía como un signo para seguir su camino.
Este podría ser su esquema: infancia clásica de una niña sensible e imaginativa que se asfixia en un medio familiar amoroso pero que la coarta. Embarazo adolescente, decisión de criar al niño y entrega de éste a una familia que lo cuide: remordimiento de por vida. Llegada a Nueva York y vida bohemia, con una progresiva introducción en los medios más creativos del momento. Por acompañar a Mapplethhorpe, asedio a la Factoría para hacer méritos y ser recibidos en el círculo del divino Warhol. Clásico eclipse femenino a favor de la carrera del varón, hasta el extremo de que se pasa años trabajando en librerías para que él pueda crear libre de cuidados. Pequeños escarceos amorosos mientras su compañero vive el volcánico descubrimiento de su homosexualidad, su fascinación por el sado y sus escarceos con la prostitución propia. Y así hasta el final, en plena vorágine pero incólume, porque no se drogará nunca, ni cometerá ninguno de los excesos que son la norma en su cotidianidad. Y todo, me parece entender, porque su misión como artista le impedía entretenerse con jeringuillas y otras pasiones menores. No pretendo decir que un final a lo Janis Joplin sea el adecuado para una estrella del rock, pero sobrevivir a la propia leyenda es un ejercicio de estilo que llega cuando el cuerpo ya no tiene la elasticidad de antes, ni las ganas de vivir son las mismas, así como tampoco están los amigos de entonces ni el tiempo, por la razón que sea, tiene ya la calidez que solía.
Éramos unos niños
Patti Smith
Lumen