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Operación Dulce

Por 21 de noviembre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

En Inglaterra  el espionaje goza de una rica tradición, fruto sin duda de la época en que las embajadas de Su Majestad eran una inestimable fuente de información que permitía al Almirantazgo distribuir juiciosamente las  fuerzas que tenía diseminadas por todos los rincones de la Tierra en busca de ese equilibrio internacional considerado indispensable para gobernar el mundo. La Edad de Oro del espionaje inglés tuvo lugar durante la II Guerra Mundial, cuando los servicios de inteligencia británicos tuvieron en nómina a gente como E.M. Forster,  Patrick Leigh Fermor, Lawrence Durrell y tantos autores contemporáneos más.

Para su desgracia Inglaterra era a su vez un  fecundo foco de espías enemigos y los nombres de Burgess, Philby y MacLean son prueba de ello, aunque quizás el caso más doloroso fue el desenmascaramiento de Anthony Blunt, primo, consejero artístico de la reina y, al igual que los tres anteriores, ex alumno de Cambridge y espía confeso a favor de la URSS.

El aspecto menos conocido del espionaje, y digo menos conocido porque si bien los gobiernos de todo el mundo lo practican todos hacen lo posible por ocultarlo hasta el extremo de que ni siquiera presumen de sus mejores logros, es el del adoctrinamiento de la población, es decir, la política de propaganda encubierta mediante la cual se pretende influir en la opinión pública para dirigirla en la dirección que los gobiernos consideran adecuada.

Esta clase de actividad secreta gubernamental es la que Ian McEwan ha elegido para basar su Operación Dulce: en plena Guerra Fría, a  Serena Frome (una chica guapa, ex alumna de Cambridge  pero no particularmente brillante ni poseedora de un coeficiente intelectual fuera de serie), uno de sus novios le ofrece la posibilidad de trabajar para el MI5 bajo la tapadera de un puesto de mínima categoría en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social.  Aunque sabe que de momento su cometido consistirá en realizar tareas burocráticas irrelevantes a la espera de que surja una ocasión, Serena acepta la oferta, más que nada por curiosidad.

Pero lo que empieza como un simple juego no tarda en adquirir los tintes de una encerrona: al recibir su primer encargo (captar a un joven y prometedor novelista y ofrecerle una generosa retribución en concepto de beca a la creación aparentemente gratuita pero que más adelante habrá de pagar siguiendo las directrices que se le marquen  en cada momento)  Serena hace lo último que debe hacer un espía respecto al espiado, pues se enamora como una tonta y permite que la situación se vaya complicando hasta el punto de que, tras hacer el amor en la playa, los amantes llegan a hablar abiertamente de matrimonio.

 El argumento del espía que se enamora del personaje al que debe espiar ha sido tan reiteradamente utilizado en novelas y películas que incluso el lector/espectador menos sagaz sabe de sobras que le están contando la historia  de un amor sin salida porque este tipo de relación siempre termina (mal) cuando el amado averigua la verdadera profesión del amante y las causas reales de su acercamiento y seducción.  Y en ese sentido Operación Dulce no es una excepción, hasta el extremo de que si el lector no lo capta por sí mismo, el propio McEwan se encarga de aclarar desde la primera página que la suya es la crónica de un amor condenado al fracaso de antemano.

Pero no importa demasiado. En ese juego entre sabios (como sé que tú sabes,  parece que el autor le diga al lector, y como sé además dónde me esperas para pillarme, te lo voy a contar de la forma que menos sospechas  y a ver si eres capaz de averiguarlo por ti mismo antes de que yo te lo diga)  reside justamente  uno de los mayores y más instructivos logros de esta novela.  

McEwan es un gran narrador y a lo largo de su ya nutrida producción ha demostrado que posee recursos de sobra para salirse de las peores situaciones que él mismo provoca. Y esta su última novela no es una excepción.  Junto con lo que ya se sabía por haberlo contado previamente  John le Carré, la descripción que hace McEwan de la estrechez de miras y de pensamiento, o de la mediocridad y mezquindad de los funcionarios que integran los llamados “servicios de inteligencia” hace que  se entiendan mejor los escándalos que está protagonizando últimamente el espionaje sistemático y masivo entre las primeras potencias de Occidente, todas ellas oficialmente aliadas y defensoras de intereses comunes.

 

Operación Dulce

Ian McEwan

Tradición de Jaime Zulaika

Anagrama 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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