Javier Fernández de Castro
Cuando Pérez Galdós escribió Ángel Guerra (1890-1891), tenía cuarenta y siete años de edad y llevaba publicadas una veintena de novelas (entre ellas Doña Perfecta (1876) que se considera su puerta de entrada a la madurez narrativa; Marianela (1878); El amigo Manso (1882); Fortunata y Jacinta (1886-1887) y la primera entrega (1889) de su trilogía Torquemamada). También llevaba escritos veinte títulos de sus Episodios Nacionales (de los cuarenta y cinco que llegó a terminar), así como una considerable cantidad de obras de teatro y artículos periodísticos. Cabe preguntarse cómo se las apañaba ese hombre para escribir si, además de una obra tan ingente como la que ya tenía en su haber, ejerció durante años como diputado en Cortes, fue miembro activo de dos tertulias literarias y (se dice) era cliente habitual de los burdeles más concurridos de las ciudades entre las que distribuía su tiempo (fundamentalmente Toledo y Santander, aparte de Madrid). La respuesta a esa pregunta se puede encontrar en la edición de Ángel Guerra que acaba de aparecer en la Biblioteca Castro: de las tres partes de que consta la novela, la primera (261 páginas) la terminó en abril de 1890; la segunda parte (264 págs), la terminó en diciembre de ese mismo año, mientras que la tercera (261 págs), está fechada en abril de 1891. Es decir, que en poco más de un año, y además de sus restantes actividades, se despachó una novela de 794 páginas, con la particularidad de que sólo un año más tarde ya había publicado Tristana y que en los seis años siguientes sumó seis novelas más.
Si insisto en su capacidad de trabajo es porque, en contra de lo que pueda parecer, Galdós no es un escritor descuidado o que escriba aprisa y corriendo y a bulto. Quien conozca bien Toledo se quedará asombrado por la exactitud de sus descripciones de esa ciudad, entreveradas de observaciones como ésta: "En sus primeras caminatas [habla de un Ángel Guerra recién legado a Toledo] la planimetría de la ciudad érale desconocida […] empezó a orientarse […] y pudo dominar el sentido de las calles y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo; después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos". No es menos prodigioso, por ejemplo, su conocimiento del funcionamiento interno de una catedral, desde los mendigos que medran a sus puertas hasta las campanas con sus diferentes voces y decires, aparte de los servicios y oficios, el escalafón de eclesiásticos, las funciones y las rentas que giraban en torno a una catedral antes de la desamortización, claro. Ello por no insistir en la descripción de ambientes y la decoración de las casas y sus moradores: cómo disfruta Galdós tomando por su cuenta a los diferentes miembros de la familia de una de las protagonistas para decir cuatro cosas que sabe de ellos, o qué capacidad para describir el carácter de un personaje con sólo dos trazos al pasar. De acuerdo que todas ellas son capacidades muy normales en los escritores del XIX, pero es un gozo volverlas a encontrar en Galdós.
Lo curioso es que tanta sabiduría y oficio, tal maestría en el manejo del idioma (quien se atreve hoy a husmar los tesoros que ellos encuentran en el lenguaje popular) sólo sirven para recrear fantasmagóricamente un universo que nos pilla tan lejos como lejos nos pilla una narración sobre arrianos en la Siria del siglo VIII o sobre pastores en los Cárpatos de hace doscientos años. Quiéralo o no, el lector se ve reducido al papel del entomólogo que va viendo pasar ante sus ojos una colección de individuos (la puta, el revolucionario, el beneficiario de la catedral, el sablista, el carpintero, la protagonista santa, la protagonista de moral promiscua) pertenecientes a especies ya sólo reconocibles en los libros porque de las calles han desparecido, igual que de nuestras vidas.
La crítica explica que Ángel Guerra fue escrita en plena crisis del naturalismo y que Galdós, como todos los novelistas de finales del XIX, obligado a buscar nuevas vías expresivas creyó ver durante algún tiempo que el espiritualismo, tal y como parecía predicarlo Tolstoy, podía ser una opción válida. Es de resaltar que la propuesta religiosa que hace Galdós por boca de su personaje principal la podría suscribir cualquier persona de mentalidad abierta y progresista y que se pregunte hoy por el sentido religioso de la vida. Es decir, que no se trata de una opción gazmoña y que huela a sacristía decimonónica. Pero como recurso literario, como "trasunto" que permita contar las peripecias de una serie de personas que aspiran a vivir la vida con dignidad y provecho, uno tiende a darle la razón a la tremenda Doña Emilia Pardo Bazán cuando, preguntada acerca de las posibilidades literarias del espiritualismo, contestaba con su voz de trueno: "Déjeme usted de merengadas".
Quiero decir: durante muchísimas páginas, Ángel Guerra es una novela prodigiosa, pero que exige una cierta fuerza de voluntad para llegar hasta el final.
Ángel Guerra
Benito Pérez Galdós
Biblioteca Castro