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Marca de agua

Javier Fernández de Castro

Quienes gusten de estar bien informados, si han elegido como destino la capital del Véneto, pueden tener en la guía Venecia, de Félix de Azúa una excelente compañera de viaje. Montañas de información ponderada y cabal, juicios certeros y una inacabable sucesión de datos. Se acaba sabiendo incluso los cientos de miles de postes de roble que fue preciso hundir en el barro para sustentar ese prodigio que, tantos siglos después, continúa pese a todo surgiendo del agua. Una vez allí, y para combatir los inevitables tiempos muertos (lluvias persistentes, disparidad en los horarios de apertura de iglesias y museos y tantos otros ratos que no sabes en qué emplearlos) se puede recurrir a la Venecia observada, de Mary McCarthy (1956). No obstante, y como para muchos esa guía es muy inferior a Piedras de Florencia (1959), siempre cabe recurrir a la estupenda  Venecia de Jan Morris (1960). Sin embargo, y dadas las fechas de publicación de esas guías, es conveniente tener a mano una obra moderna o un buen smartphone para consultar horarios o asegurarse de que las obras citadas en aquellas obras clásicas no han sido trasladas a otros centros, porque todo es posible en esa ciudad.

            Pero no cabe duda de que la mejor vía para crearse una relación íntima y personal con Venecia es, desde luego, patearse una y otra vez sus calles, subir y bajar sus centenares de puentes, dejarse empapar por los colores, las nieblas y los olores, o arriesgar con las contundentes especialidades de la cocina véneta, ello por no hablar de la arquitectura, la pintura y, faltaría más, los canales. Después de tan intensa preparación, y mejor aún si ello ocurre al cabo de reiteradas visitas a la ciudad, leer Marca de agua, de Joseph Brodsky, es como un milagro. O como revisitar una ciudad que estaba allí y que unas veces la reconoces y otras la descubres a través de la sensibilidad de un viajero que la visitó durante diecisiete años seguidos, siempre en invierno.

            Es un librito de apenas cien páginas y a lo largo de las mismas Brodsky no entra una sola vez en uno de los museos o academias rebosantes de asombrosas pinturas,  ni recurre a las maravillas arquitectónicas para embelesar al lector embelleciendo el texto. La única iglesia que dice querer visitar es la Madonna dell’Orto, “no tanto por la probable coincidencia temporal de la agonía del alma como por la maravillosa Madonna con niño, de Bellini que alberga en su interior”.  Creo obligado a precisar que ese deseo le surge al regreso de un viaje nocturno en góndola (prodigiosamente descrito) en torno a la isla de San Michele, la fabulosa isla de los muertos donde, no por casualidad, años más tarde iba a ser enterrado el propio Brodsky.     

            Decir que es la obra de un poeta no basta para dar cuenta de la carga emocional que irradia. Es decir, quien escribe es un poeta, perfectamente equiparable a los más grandes poetas rusos de su tiempo (Ajmátova, Pasternak, Mandelstam,Tsvetáieva, etc), y en sus paseos y reflexiones se le ocurren ese tipo de imágenes capaces de transformar la experiencia sensorial del lector, por ejemplo cuando al hablar del espesor y la inmovilidad de la nebbia que puede cubrir de pronto Venecia, dice que si sales a comprar cigarrillos “puedes aprovechar el túnel que tú mismo has abierto en la niebla para volver” porque, dice, ese túnel puede permanecer abierto durante largo rato. Eso, en relación a la experiencia sensorial de cada cual, porque también es capaz de cambiar la percepción que uno puede tener de un espacio físico, y para dar una idea de lo que trato de decir invito al lector a que abra el libro por la página 62. Durante una vuelta a casa en plena noche, y en un solo aliento, en su discurrir surgen Dante, Homero, Virgilio o Hipócrates para cerrar el paseo con esta reflexión: “Uno nunca sabe qué engendra qué: una experiencia un lenguaje, o un lenguaje una experiencia”.  Porque, insiste, “una metáfora –o, hablando de una manera más general, el lenguaje mismo- posee casi siempre un final abierto, persigue la continuidad, una vida después de la muerte, si se quiere. En otras palabras (no pretendo der ingenioso) la metáfora es incurable”. Todo ello porque mientras camina le ha salido al paso la Fondamenta degli Incurabili y ya se sabe lo que pasa cuando te pones a enredar con el lenguaje y la experiencia.

            Brodsky es implacable con los demás (académicos, artistas de café, antiguas amantes, nuevas posibles amantes que no llegan a serlo) porque empieza por no pasarse una a sí mismo. Leyendo entre líneas, las reiteradas visitas invernales a Venecia no aliviaron para nada su rigurosa soledad, ni los canales fueron un sustituto de los añorados paisajes infantiles del Báltico, y en alguna ocasión incluso habla de saltarse la tapa de los sesos con una Browning. Esa falta de complacencia consigo mismo la hace extensible a los demás con juicios demoledores pero también certeros. Por ejemplo cuando, aburrido de la cháchara exculpatoria de la viuda de Ezra Pound, juzga con severidad al gran hombre no por sus desvaríos fascistas o sus proclamaciones antisemitas sino porque, en sus Cantos, comete uno de los errores más antiguos: buscar la belleza. Le resulta chocante que Pound, alguien que vivió tanto tiempo en Italia, “no se hubiera dado cuenta de que la belleza nunca puede ser un objetivo y de que siempre es producto de otra clase de empeño, a menudo de naturaleza muy vulgar”. Toda una teoría estética en solo tres líneas.

 

 

Marca de agua

Joseph Brodsky

Traducción de Menchu Gutiérrez

Siruela    

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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