Javier Fernández de Castro
Cuando en los años setenta Alianza Editorial tradujo la selección del Manuscrito encontrado en Zaragoza que Roger Caillois había hecho para Gallimard, el asombro fue general. Las andanzas por España de Alfonso van Worden, un joven hidalgo flamenco adscrito a las Guardias Valonas de Felipe V, nos pillaron a todos desprevenidos porque no se parecían en nada a lo que habíamos leído hasta entonces. Se suponía que, encontrándose en Andalucía, el joven oficial extranjero recibía la orden de incorporarse a su regimiento en Madrid. Y su travesía por Sierra Morena era lo más parecido a un viaje alucinatorio: posadas desiertas y aquejadas de una fama siniestra, gitanos y bandoleros, criptojudíos, inquisidores provistos de sus instrumentos de tortura y musulmanes al servicio de unos demonios siempre maquinando perversidades contra los viajeros y, lo más comentado, unas bellísimas princesas norteafricanas que además de manifestar unas vistosas tendencias lésbicas e incestuosas eran tan liberales en sus costumbres que proporcionaban al viajero unas voluptuosidades nocturnas difíciles de olvidar, sobre todo porque al despertar a la mañana siguiente el soldado se descubría acostado en un cadalso con los cadáveres corrompidos de dos bandoleros ahorcados y casi comidos por los buitres. Por lo visto las dos beldades estaban al servicio del diablo, dispuesto a ofrecer a viajero el oro y la mora con sólo que abandonase su fe cristiana para abrazar la musulmana.
Todo iba así, a base de unas historias entreveradas de otras historias que daban entrada a su vez a nuevos y sorprendentes personajes dotados de suma facilidad para contar unas peripecias personales solo igualadas por las disparatadas circunstancias que aquejaban a los personajes de la siguiente posada, todo ello sin salir de Sierra Morena.
El autor (por descontado que entonces casi desconocido incluso en su país) era el conde Jan Nepomuceno Potocki (1761-1815), miembro de una riquísima familia polaca que poseía una inimaginable cantidad de tierras en lo que actualmente es Ucrania Occidental. El padre de Jan, repostero real y uno de los menos adinerados de la familia, era de todas formas dueño de un territorio equivalente (para entendernos) a la distancia que media entre Barcelona y Zaragoza, con decenas de ciudades y decenas de miles de siervos/esclavos a su servicio. Por seguir la tradición familiar, el conde Potocki ingresó en el cuerpo de ingenieros del ejército polaco y hasta ayudó a los reyes de Malta a luchar contra los piratas berberiscos, pero en el fondo, y por orden de preferencias, lo suyo era viajar (cosa que hizo por medio mundo), aprender (fue un ilustrado dispuesto a asimilar todo el saber de su tiempo) y escribir, una actividad a la que dedicó buena parte de su vida. y a la que debe su actual aprecio universal.
En lo que respecta a la actividad que le más fama le ha valido, la escritura, lo dado a conocer en Francia por Roger Caillois equivalía más o menos a la versión del Manuscrito encontrado en Zaragoza publicada en San Petesburgo en 1804 y en la que Potocki llevaba trabajando desde 1796. Su afán por conocer nuevas culturas y formas diferentes de entender la vida (la etnografía actual tiene una inmensa deuda con sus trabajos), su curiosidad por todas las ramas del saber y una intensa vida social y aventurera que le llevó a ejercer de espía al servicio del zar, a frecuentar los centros ilustrados de París, a ingresar en la francmasonería e incluso a cruzar el cielo de Viena a bordo de un globo aerostático, parecieron distraerle de sus escritos, pero no. Ajeno al escaso eco alcanzado por el manuscrito de San Petesburgo, Potocki se encerró en alguna de sus propiedades y no solo reescribió y amplió a sesenta y dos las catorce jornadas ya publicadas sino que abrió considerablemente su temática a todas las ramas del saber: seguía habiendo criptojudíos y bandoleros y endemoniados y las dos princesas norteafricanas juegan un papel tan primordial en la complicada trama que una de ellas, Emina, resulta ser la madre de una hija que Alfonso van Worden desconocía y que acabará siendo su heredera universal. Y para terminar de cerrar el círculo, el ya avejentado y cansado oficial de las Guardias Valonas acaba sus días como gobernador de Zaragoza. Qué menos.
Pero el paso de una versión a otra supuso de hecho la transformación de un relato gótico en una novela hija de la Ilustración con importantes y continuas exploraciones en campos tan distantes como la geometría, la filosofía, la geografía o los cultos del antiguo Egipto. Y una curiosidad: así como a Potocki no le importaba gran cosa la verosimilitud geográfica (en plena Sierra Morena, por ejemplo, el joven oficial se sube a un altozano desde el que contempla un maravilloso panorama de la vega de Granada…situada a bastantes kilómetros de allí) en cambio es de un rigor exquisito cuando habla de los ritos y creencias recogidos en las libros sagrados de las tres grandes religiones monoteístas. O por decirlo como lo dicen François Rosset y Dominique Triaire, autores de la magnífica edición anotada que ahora publica Acantilado, los sobresaltos y las apariciones de endemoniados han dado paso a un planteamiento metafísico que ellos platean así: frente a la confusa y cambiante multiplicidad del saber, ¿se puede ser libre para elegir con criterio?
El propio Potocki no supo encontrar la respuesta adecuada y la amargura de no ver su trabajo intelectual suficientemente reconocido, unida a la desazón que le produjeron dos matrimonios fracasados en medio de ciertas acusaciones de incesto, por no hablar de su profundo cansancio vital le empujaron a una resolución extrema: arrancó una fresa de plata que adornaba el asa de un florero regalado por su madre, confeccionó con ella una bala y tras hacerla bendecir por el cura de servicio en palacio puso fin a su vida volándose el cerebro.
Manuscrito encontrado en Zaragoza
Jan Potocki
Edición de François Rosset y Dominique Triaire
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado