Javier Fernández de Castro
Loxandra fue un ama de casa griega que vivió a finales del siglo XIX y principios del XX en Constantinopla. Y digo bien, Constantiopla porque eso de Estambul se debe a una manía de los turcos y ella no solo se consideraba constantinopolitana sino que, como todo griego de bien, estaba en guerra permanente con los turcos, a los que en la novela se refiere continuamente como “los perros de Argán”, un apelativo reservado a la gente cruel y despiadada. Era grandona, locuaz, desmesurada, tierna y supersticiosa (se pasaba la vida escupiendo por encima del hombro para conjurar el mal de ojo), y sentía una pasión tan indesmayable por la virgen de Baluklí como por su familia, a la que defendía y cuidaba hasta la extenuación ocupándose de su salud (por lo general a base de administrar montañas de comida y litros de agua bendecida por su virgen favorita) pero sin olvidar su formación moral. “¿Qué es la felicidad?”, les pregunta incansablemente a su marido, hijos, nietos y demás parientes. Y todos, porque parece como si lo tuviesen marcado a fuego, responden obedientemente:”La felicidad es disfrutar con lo poco que se tiene”.
Esa persona tan singular se hubiera perdido en el anonimato de tantas otras amas de casa de no haber sido por su nieta María, fácilmente reconocible en el personaje de Ana, aparte de que sale retratada en el libro junto con su abuela. Una vez pasados los sesenta años de edad y sin haber tenido ningún vínculo previo con la literatura, María Iordanidu decidió recuperar la memoria de la ya fallecida Loxandra. La novela apareció en 1959 y no sólo fue un éxito instantáneo en su momento sino que en Grecia llevan ya más de treinta ediciones y sigue siendo editada y traducida a diferentes lenguas.
Tan prolongado éxito se explica en gran parte porque Loxandra va mucho más allá de una biografía o de la evocación de una saga familiar. Tanto el personaje central (que es una fuerza de la naturaleza) como los numerosos componentes de su entorno familiar y social conforman un elenco peleón, pintoresco, a ratos alegre y feliz y a ratos muy desgraciado, es decir, profundamente humano. Todo ello queda cohesionado por la clase de solidaridad que genera un grupo humano cuando se siente rechazado por un entorno inestable y muy hostil. Y aunque en la novela sólo se insinúe, como la última caída de Cosntantinopla y su definitiva conversión en Estambul se saldó para la población griega con un horrendo baño de sangre, los avatares de todos cuantos se mueven en torno a la abuela quedan dignificados por la tragedia que se cierne sobre ellos como telón de fondo.
Ello, la tragedia que les acecha, hace que resalten y resuenen más los olores, los colores y los sonidos de la ciudad, la presencia del mar, los gritos de los vendedores ambulantes, los cascos de los caballos en la calle o el regreso de los pescadores con sus capturas en el Bósforo. Pese a ser una novela profundamente urbana (pues cómo se puede ambientar un relato en Constantinopla sin que la ciudad surja a cada paso) también es constante la presencia de la naturaleza reflejada en el paso de las estaciones con el fin de la época de las lluvias y la llegada del sol o las comidas tribales al aire libre, aunque también pueden ser los primeros fríos y el encendido ritual de las estufas y braseros que impregnan la casa de olor a leña. Si en ese universo la fortaleza de Loxandra es su casa, la sala del trono es la cocina. Y puesto que ella entiende el comer como una bendición de Dios y a lo largo del día no deja de dar las gracias a la providencia por lo que puede ponerles en la mesa a los suyos, las comidas y sus ingredientes pasan a ser sagrados y objeto de auténtica veneración. Y llegados aquí toca hablar de la (excelente) traducción.
Aparte de tener mucho y muy merecido prestigio profesional, Selma Ancira, la traductora, es conocida por su acérrimo filohelenismo y el lector percibirá de inmediato que traducir este libro ha sido para ella algo más serio que un encargo para ganarse el pan. Según cuenta ella misma en las notas finales, ante las evidentes dificultades que presentaba el texto buscó la ayuda de Kleri Skandami, arqueóloga de profesión y actualmente profesora de idiomas, aunque en realidad ejerce de entusiasta embajadora de la cultura griega, ya sea la clásica o la moderna. Entre las dos acometieron la nada desdeñable tarea de desentrañar el significado de palabras en desuso desde hace más de un siglo, las costumbres de los griegos constantinopolitanos, sus expresiones cotidianas o los insultos y, sobre todo, qué eran y cómo se cocinaban los guisos que Loxandra prepara a todas horas y con una abundancia casi asfixiante. En algún momento del relato, la familia entera se traslada a Atenas y Loxandra queda consternada al descubrir que en la capital desconocen el pez espada y que no hay mejillones grandes, o que si pides hojas de borraja para los dolmás, se ríen; y que no han oído hablar del asma-kabagi, del pasturmá, la lakerda ni nada de nada. Todo ello está debidamente identificado y descrito, y si acaso un lector se pregunta ansioso qué será ese salep que los constatinopolitanos toman a todas horas o el bunkiar begianti de las grandes ocasiones puede seguir leyendo tranquilo porque, aparte de las útiles notas de la traductora, al final dispone de un glosario muy bien documentado.
Todo un hallazgo.
Loxandra
María Iordanidu
Tradsucción de Selma Ancira
Acantilado