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Los años de peregrinación del chico sin color

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

A ninguno de sus numerosos lectores japoneses les planteaba duda alguna la calidad y las ganas de leer el último y muy esperado libro de Haruki Murakami, y si la noche antes de su salida a librerías ya se vendieron 350.000 copias, después se venderían a razón de un millón al mes, sólo en Japón. Hubo quien incluso se tomó el día libre en el trabajo para hacer cola en la librería y tener el gusto atemperar la espera departiendo tranquilamente  con otros fanáticos.
Pasado algún tiempo, quien busque por ahí opiniones sobre el libro no tardará en detectar una cierta sensación de desconcierto. A todos les ha gustado mucho y se deshacen en elogios y con razón, porque el libro más que enganchar adsorbe desde las primeras líneas y, como quien se sumerge en un túnel, se avanza casi en trance hasta el final. Y es "un murakami" de primera, con un argumento sólido y bien montado y muchos de los ingredientes marca de la casa, desde unas secuencias de sexo muy bien contadas a las habituales alusiones al "mundo de ahí fuera" y "al otro lado", aparte de los inevitables pero sugestivos sueños.
Se entiende sin embargo el desconcierto de sus incondicionales porque el libro es tan sencillo, lineal y directo que muchos de ellos se preguntan si no será que no han entendido nada, o si no se les habrán escapado las metalecturas que tanta fama le han dado a Murakami en otras novelas. El plot, como queda dicho, es muy sencillo: el chico sin color tiene 36 años y construye estaciones de ferrocarril, pero sigue siendo un solitario porque no ha superado un golpe sentimental que le puso al borde de la muerte hace dieciséis años cuando, de pronto, sus cuatro mejores amigos, con los que había llegado a formar una conciencia colectiva de cinco personas, le expulsan del grupo. Si preguntaba la razón de dicha expulsión la respuesta era siempre la misma: "Pregúntatelo a ti mismo". Ahora, y a instancias de una mujer algo mayor que él y con la que por vez primera desde entonces concibe la posibilidad de un futuro en común, el constructor de estaciones se verá obligado a revisar literalmente su pasado y descubrir cuál fue la razón que motivó su expulsión. No pienso desvelar la trama, pero sí insistir en que es sencilla, unívoca y directa.
La novela está contada en tercera persona y no hay esas alternancias de perspectiva (pero quién demonios está hablando) ni múltiples interpretaciones (pero dónde demonios está la verdad) que tan importante papel jugaban en otras novelas. Hay historias subsidiarias formidables, como la del pianista de jazz destinado a morir en el plazo de un mes pero que está dispuesto a ceder tal honor a cualquiera; o el frasco con unos dedos de persona adulta conservados en formol y que alguien se olvidó en una estación, y también interpretaciones oníricas de sucesos fundamentales para la trama, como las posibles explicaciones a una violación y un asesinato, o las obsesiones sexuales del protagonista con las chicas del grupo que de pronto se complican con un muy sugerente giro homosexual. Pero, curiosamente, ese material narrativo de grandes e imaginativas derivaciones no se entrelaza con la búsqueda del pasado que está llevando a cabo el chico sin color, ni pretenden abrir puertas a lo surreal y lo alternativo tan típicos de Murakami. Cada personaje es lo que es, hace lo que hace y carga con lo que hizo en el pasado y no hay vuelta de hoja ni posibilidad de redención.
Hay además elementos muy próximos e importantes para el desarrollo de la narración pero que se pierden en la traducción, al menos la castellana. De los cinco amigos, uno de los masculinos lleva incluido en su apellido una alusión al color azul, y el otro al rojo. Y de las dos femeninas, una incorpora el blanco en su apellido y otra el negro, mientras que el quinto personaje, el apellido del chico sin color, sólo sugiere la idea de creatividad, hacer cosas. Al conservarse los nombres japoneses, Aka y Ao los chicos y Shiro y Kuro las chicas, se pierden las derivaciones que Murakami les quiso dar. Y otra curiosidad: si no fuera por los nombres de los protagonistas y de los lugares donde transcurre la acción, es decir, si hubiese que juzgar sólo por lo que dicen, piensan, hacen, visten, comen, duermen, trabajan o copulan los personajes, nadie adivinaría que se trata de una novela japonesa. Parece como si Murakami se hubiese propuesto universalizar su narración y borrar las particularidades culturales o étnicas para construir un relato de todos y para cualquiera. Pero, y esto parece lo fundamental, repito que la novela se lee de un tirón y con verdadera fruición.

Los años de peregrinación del chico sin color
Haruki Murakami
Traducción de Gabriel Álvarez Martínez
Tusquets Editores  
 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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