
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
A primera vista el dietario es un género en el que, sin otro criterio que la calidad, cabe todo: citas, recordatorios de lecturas y esas notas que se escriben en papelillos que luego van dando saltos por los bolsillos hasta acabar en el abismo del no volverás que es el cajón de la mesa de trabajo de un escritor; también caben conversaciones cazadas al vuelo como ésta: "A la salida de la ópera, el lagarto podrido de dinero le dice a la lagarta empedrada de joyas:
-Es que yo, en el fondo soy un sentimental, un romántico"; también caben las notas de un viaje al (ex) mar de Aral realizado porque un día el autor se encontró por la calle a la persona adecuada para que se desencadenara dicho viaje. Frente a la escueta precisión de notas y acotaciones como la antes reseñada, el recuento de las salvajadas que los soviéticos cometieron con aquél pobre mar hoy casi desaparecido ocupan seis u ocho páginas, bien contadas e informadas y por lo tanto agradables de leer, hasta que de pronto, bruscamente, se vuelve a la dispersión, por lo que tanto puede ser una curiosa noticia acerca del teremin, un instrumento raro inventado por un no menos curioso, aparte de trágico, músico llamado Lev Theremin, o el destino actual de las uñas de Rasputín (como suena). Aunque también pueden ser una sucesión de recuerdos muy queridos para el autor (se nota), por ejemplo los relacionados con el poeta Juan Eduardo Cirlot.
Obviamente, no pueden faltar guiños cariñosos y discretos a viejos amores, más notados por la ausencia que por la presencia pero que han dejado su huella; o la impagable descripción que hace la tía Claudina del destino que les cabe a los opulentos ricachos que los días soleados pasean por las no menos opulentas calles del barrio barcelonés de Tres Torres.
Lo cual no quita para que, de cuando en cuando, la cosa se ponga seria, como por ejemplo a costa de una exposición celebrada en la Pedrera de Barcelona y dedicada a Ródchenko, o cuando el autor evoca su relación con el guitarrista Rafael Riqueni y, llevado por el afecto, cae de pronto en la cuenta de que está tratando de describir su música, en el caso de Riqueni, o los cuadros, en el caso de los pintores rusos, o sea metiéndose en un berenjenal del que, como ya prevenía Gombrowicz, hay que huir y dejar que sean los profesionales quienes se encarguen de dar cuenta de una catedral, una escultura o, ya que sale, un toque. Lo mismo vale cuando habla de Kandinsky y Malévich, cada cuál con sus respectivas locuras cromáticas tan difíciles de apreciar ("los famosos cuadros monocromos, amarillo, rojo y azul, que despertaban en los chicos a mi lado irreprimible hilaridad", dice al relatar su recorrido por la Pedrera viendo ródchenkos) y que, si se trata de describirlos, es mejor dejarle la tarea al profesional y limitarse a constatar las emociones que suscitan en uno.
Pero si conviene, para salir del laberinto cabe dedicarle un trazo dolorido a Juan Gombau, un hombre que era demasiado inteligente. "La vida no aguantaba sus desplantes y se vengó de él: se le hizo insoportable" se dice a modo de epitafio, rematado con esta sentencia: "Él actuó en consecuencia". O si no, una nota de solidaridad con Hvla, la osa traída al valle de Arán desde Rumanía casi con toda seguridad para morir a manos de los valientes cazadores locales.
Es decir: un dietario parece un cajón (de)sastre en el que cabe todo. Sin embargo, según van sucediéndose las páginas, y según se va saltando de aquí para allá, las anécdotas, las reflexiones, las notas e incluso algún que otro pequeño ajuste de cuentas van cobrando una cierta coherencia. Ignacio Vidal-Folch es un novelista y no puede evitar que se le note el oficio, por ejemplo en el hecho de que los fragmentos aparecen en un orden aleatorio pero no inocente (introducir un poco de orden en el azar, lo llamaría Casanova) de forma que poco a poco se asiste a la creación de un personaje, o por mejor decir, una conciencia que se manifiesta en sus múltiples facetas y permite intuir el personaje que la alimenta, la contradice, la soporta o la detesta. Y el aparente pastiche cobra una progresiva coherencia, pues llegado un momento determinado se produce esa complicidad entre lector y autor que es el fundamento de toda narración. Todo consiste en avanzar, un poco a ciegas, hasta dar con las claves que permiten captar las reglas de juego. A partir de ahí el libro se lee de un tirón y con intriga, porque nunca se sabe lo que viene a continuación, pero también con provecho.
Lo que cuenta es la ilusión
Ignacio Vidal-Folch
Destino