
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
En el encabezamiento de las cuatro partes de que consta el libro se pregunta reiteradamente: “¿Quién dejó entrar a los perros? ¿Quién?”. Y a renglón seguido se especifica: …”Ésta, nos tememos, va a ser la cuestión”. Teniendo en cuenta que el subtítulo dice “El estado de Inglaterra” resulta razonable sospechar que la mencionada cuestión consiste en averiguar por qué Inglaterra, poseedora de una clase alta aquejada de grandes vicios pero que dedicaba sus mejores esfuerzos a dirigir a una clase trabajadora domesticada y muy productiva, ha dejado entrar a unos perros proletarios que no sólo han copado los resortes del poder sino que imponen a todos sus gustos plebeyos y la satisfacción de sus abyectas pasiones. O algo así.
Si alguien está de verdad interesado en averiguar tan intrigante proceso más le vale ir a buscar la respuesta en otras fuentes porque aquí no la va a encontrar. Pero quien abra la novela con la esperanza de que le cuenten una historia formidable, encarnada en unos personajes a la vez fascinantes y repulsivos, y cuyas andanzas son igual de fascinantes y repulsivas (o sea, como la vida misma, vaya) habrá acertado de lleno.
El planteamiento es muy sencillo: un chico de quince años y que ha quedado huérfano desde muy temprano (un chico con inequívocos rasgos negroides en una familia suburbial y cuyos miembros están en el límite mismo de la border line pero que son todos inmaculadamente blancos) está al cuidado de su tío Lionel, un tipo brutal y descerebrado al que vemos alimentar con cerveza y tabasco a unos perros de presa que él necesita feroces para su negocio de intimidación y extorsión; al que vemos también propinar palizas bestiales sin motivo, vender a unos proxenetas a un adolescente que él considera rival y entrar y salir continuamente de la cárcel, aprovechando sus periodos de libertad para aleccionar a su protegido en contra de la escuela, los estudios y el saber en general; al que incita a consumir porno inmoderadamente cuando no se lo lleva a locales de top less y al que le impone una única barrera moral: que no se acueste con su madre, es decir la abuela del chico, pero eso es algo que ya está ocurriendo, como bien sabrá el lector desde la primera línea: “Estoy teniendo una aventura con una mujer mayor […] El sexo es fantástico y creo que estoy enamorado. Pero hay una complicación grave y es la siguiente: ¡es mi abuela!”.
Obviamente, con un material así Martin Amis tendría de sobra para llegar hasta el final de la novela, pero más o menos hacia la mitad de la misma ocurre algo que toma a todos por sorpresa ( y me inclino a pensar que en ese todos está incluido el propio Amis): encontrándose en una de sus habituales estancias en la cárcel, al tío Lionel le cae la lotería: no ochenta mil, ni trescientas mil, ni novecientas setenta mil libras sino ciento cincuenta millones. De libras. Nada menos.
A cualquiera se le ocurre que en una sociedad como la actual (y esto se hace extensivo a cualquier sociedad, no sólo a la inglesa) poner en manos de un bruto descerebrado el poder absoluto que implica disponer de esa inimaginable cantidad de dinero es suficiente para romper todos los esquemas e incitar a quebrantar cualquier promesa previa. Frente a la obligación no deseada de ser testigo de su época y erigirse en conciencia moral de sus contemporáneos (el arte comprometido, la creación de una realidad mejor, etc) es comprensible que un narrador de raza como es Martin Amis se desdiga de todos sus planteamientos y promesas y se dedique a seguir hasta el final el filón literario que ha encontrado. Y al diablo con la sociología y sus perros. ¿Y que, en resumidas cuentas, quién los dejó entrar ?
Martin Amis, quién si no.
Lionel Asbo. El estado de Inglaterra.
Traducción de Jesús Zulaica.
Anagrama