
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Aunque advierto de antemano que no es este el caso, cuando un libro llega a las manos de un lector inocente (es decir, aquel que sólo aspira a que le cuenten bien una historia y le da lo mismo si el autor es macho o hembra, si fuma en pipa o come los huevos fritos con cuchillo y tenedor) y lo hace precedido de unánimes y entusiásticos elogios puede ocurrir que tanto entusiasmo y unanimidad provoquen el efecto contrario al esperado. Al fin y al cabo, decir que se trata de una voz nueva y original, que unas veces suena tierna y otras cruel o que resulta altamente inquietante, en el fondo no es decir nada porque es lo que probablemente pensaron los primeros lectores de Rimbaud, los editores que no sabían cómo quitarse de encima un copioso manuscrito firmado por un tal Proust o los primitivos defensores de Bukowski, por poner tres ejemplos de escrituras diametralmente opuestas y que sin embargo bien merecen esos u otros elogios.
La primera sorpresa que le reserva Marina Perezagua a quien no haya logrado sustraerse enteramente de las amables directrices insinuadas por sus entusiastas radica en el lenguaje. En contra de la idea que pueda hacerse cada cual, la prosa es sencilla y directa, de frase corta y muy precisa, en el sentido de que recurre siempre al término sancionado por el diccionario incluso cuando habla de cuestiones médicas y científicas. También los recursos narrativos son muy sencillos y directos, casi siempre en primera persona y con saltos en el espacio y el tiempo bien calculados (o bien explicados) para evitar confusiones.
Lo novedoso está en cómo cuenta las historias, o dónde pone el acento de la emoción narrativa, y no hay ejemplo más accesible que el relato inicial titulado “Litle Boy”. A mi con los relatos de Hiroshima me pasa un poco como con el Holocausto o los años más criminales de Stalin. Siento una empatía infinita con las víctimas, maldigo a los verdugos y abomino de los rasgos que pueda compartir con éstos debido a que todos somos humanos y algo tendremos en común. Pero mi capacidad de horror es finita y ya no me caben más ejemplos de la bestialidad que supuso lanzar una bomba atómica que causó 125.000 muertos y 350.000 heridos, la horrenda matanza de 6.000.000 de judíos o las brutalidades estalinistas ya fuera contra personas o contra poblaciones enteras. Necesito encontrar un Vasili Grossman para que me entre una historia más de salvajadas soviéticas y, a partir de ahora, una Marina Perezagua para entrar de nuevo en el matadero de Hiroshima. La originalidad de su lenguaje no consiste en buscar palabras sofisticadas o giros inesperados a las frases. Lo que tiene de personal, y muy de agradecer, es que va por libre y que las teclas que toca, las fibras que remueve o los puntos fuertes de su relato no parecen pertenecer a ninguna tradición, ni salen de ninguna escuela.
En cierto modo Marina Perezagua transmite la impresión de que cuenta lo de siempre (y qué otra cosa se puede contar si no son versiones repetidas de la desgracia inherente a la condición humana) pero haciéndolo como si fuera la primera vez, o como si nadie hubiese oído hablar nunca de una ciudad arrasada por un artefacto caído literalmente del cielo y ella tuviese una necesidad urgente de contarlo para que todo el mundo se entere. Pero también pueden ser una sarta de crueldades durante una guerra en Oriente, una espléndida versión del mito del Minotauro, la ciega abnegación de alguien que está cuidando de un despojo humano “que no se debate entre la vida y la muerte sino entre la muerte y la cosa” o las últimas horas de un condenado a muerte mediante una inyección letal y que con un simple giro elegante en la última línea del relato enlaza directamente con un predecesor que, 32.000 años atrás se salvó del ataque de un lobo y dio inicio a una línea de descendientes que termina en esa mesa de ejecución.
Salvo en algún caso, como es el del reiteradamente citado Hiroshima, los relatos son intemporales y sin apenas referencias geográficas, por lo que todo lo que se cuenta no tiene más referencia que la propia coherencia narrativa, y probablemente sea esa indefinición lo que produce la sensación de encontrarse en un mundo que ha alcanzado un punto terminal que no acaba de ser tal porque de hecho es un comienzo y no un fin. Como todo ciclo vital.
Y aunque sea una cuestión por completo ajena a la calidad o la originalidad del libro, creo justo mencionar que se trata de un objeto tan bello por dentro como fuera, pues la acuarela de Walton Ford que ocupa la portada y contraportada es una maravilla de delicadeza y expresividad. Da gusto dejarlo por la casa para irlo encontrando de cuando en cuando.
Leche
Marina Perezagua
Los libros del lince