
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Todas las grandes civilizaciones, con independencia de la época que les haya correspondido ocupar en el devenir de la historia o de la esquina del mundo donde les tocó nacer, desarrollarse y morir, han creado edificios singulares y emblemáticos. Poco importan las ideas, los sueños, las ambiciones y los propósitos ( o la egolatría, la soberbia, el afán de venganza, el delirio y todo el resto de excrecencias surgidas de las bajas pasiones humanas) que impulsaron el nacimiento de unos edificios que encima de llevar una vida propia y muchas veces ajena a las intenciones de sus creadores, resultan ser una metáfora del afán humano por subsistir, dejar una huella honrosa de su paso por este mundo y, en el mejor de los casos, ser metáfora de la perpetua búsqueda de la perfección. Las grandes obras arquitectónicas, cada cual a su manera, aspiraban a la excelencia, pero ninguno de ellos cumplió del todo el papel que parecía haberles sido asignado y ninguna de ellas ha terminado su singladura. Y vistos los bandazos y hasta naufragios sufridos a lo largo de su singladura vital de todos ellas, nadie puede decir lo que todavía les espera. Y como muestra, el destino actual de la inicialmente llamada Muralla de Protección Antifascista pero que acabó siendo conocida como el Muro de la Vergüenza o, también, el Muro de Berlín: en 1990 se hizo en Mónaco una subasta con los fragmentos de hormigón pintarrajeados con los famosos graffiti y que han ido a parar a sitios tan dispares como el Cuartel General de la CIA en Washington; el campus del Community College de Honolulú, en Hawai; los urinarios del Main Street Hotel de Las Vegas; una población de Italia llamada Albinea, un parque infantil de Trelleborg, en Suecia y, en Moscú, hay un fragmento en el que se lee "BER". Para completar el "LIN" hay que trasladarse a Riga, Letonia.
Edward Hollis, el autor de La vida secreta de los edificios, es profesor arquitectura en Edimburgo y ha trabajado muchos años en estudios de arquitectura dedicados a la regeneración de barrios y edificios que se han quedado sin cometido. Pero también es un hombre que cuando escribe sabe dirigirse a un público culto pero no especializado, y que espera ser entretenido sin caer en las socorridas banalidades que tanto se prodigan actualmente bajo la excusa de la democratización de la cultura. La historia de los diferentes edificios tratados en los sucesivos capítulos (El Partenón de Atenas, San Marcos de Venecia, Ayasofía de Estambul, La Santa Casa de Loreto, La catedral de Gloucester, La Alhambra de Granada, El Templo Malatestiano de Rimini, el Palacio de Sans-Souci de Postdam, Notre Dame de París, Los Hulme Crescents de Manchester, El muro de Berlín, The Venetian en Las Vegas y el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén ) no sólo está fragmentada e intencionadamente desordenada en busca de amenidad sino que cada una está contada desde un leitmotiv que da cuerpo y unidad al relato, y ahí está sin ir más lejos la historia de San Marcos de Venecia contada desde las vicisitudes de aquellos caballos de bronce que durante siglos adornaron la fachada de San Marcos (los actuales son copias) y que fueron robados a Constantinopla por el prodigioso dux Enrico Dándolo. Al contar la historia de cómo ese hombre de casi cien años de edad, prácticamente ciego y tan gordísimo que en su afán por llegar el primero al Hipódromo donde estaban los dichosos caballos hubo de ser izado por sus soldados para salvar los muros de Constantinopla, los historiadores lo achacan a una sed de venganza inextinguible, pues fueron los dirigentes bizantinos quienes lo tuvieron muchos años en una mazmorra y fueron ellos quienes lo cegaron por alguna fechoría. Pero Edward Hollis va mucho más allá de un simple ajuste de cuentas y recuerda cómo, aquellos pescadores de pantano que durante siglos a duras penas si lograron sobrevivir al acoso de los visigodos comiendo cangrejos, cuando se hicieron fuertes y ricos y dominaron los mares, a la hora de construir una ciudad que hablase al mundo de sus logros y fuese la encarnación de sus sueños, quisieron emular nada menos que a la ciudad que entonces era el cénit y la envidia del mundo, Constantinopla, que a su vez había sido durante siglos la reencarnación de otro sueño, la Roma imperial, que a su vez quería ser la realización de otro sueño que los propios romanos habían destruido, Atenas. Apropiadamente, los caballos en bronce que según la leyenda Alejandro mandó esculpir, con el tiempo fueron a parar a Roma, de donde se los llevó Constantino para convertirlos en símbolo de la ciudad que llevaría su nombre, hasta que el taimado Dándolo los robó a su vez a los constantinopolitanos. El guionista de la Historia aún ideó un nuevo golpe de efecto en la figura del Napoleón derrotado en Egipto y que en su regreso a Francia al pasar por Venecia se lleva los inevitables caballos de bronce y muchas obras de arte más que, esta vez, no dieron motivo a nuevas leyendas y fantasías porque, antes de enviarlo al exilio para siempre, sus captores obligaron a Napoleón a devolver los caballos a sus "legítimos" dueños, esto es, los venecianos.
Obviamente no todos los capítulos tienen una brillantez equiparable, pero Hollis ha elegido unos ejemplos que le ofrecen motivos de sobra para escribir un libro lucido. Y eso es lo que ha hecho.
La vida secreta de los edificios
Del Partenón a Las Vegas.
Edward Hollis
Siruela