Javier Fernández de Castro
En los cursos de escritura creativa (al menos los que son serios) enseñan a los futuros novelistas que las historias, si son lo bastante relevantes como para abrirlas, deben ser lo suficientemente relevantes como para merecer ser cerradas, dándose la curiosa circunstancia de que resulta mucho más fácil abrirlas que cerrarlas.
En ese sentido La niña perdida, el cuarto y último volumen de la saga Dos amigas, debiera figurar en la bibliografía de toda escuela que se precie porque en él Elena Ferrante lleva a cabo un asombroso tour de force en lo que a cerrar historias se refiere. Y no podría ser de otro modo porque el escenario es el Nápoles de los años cincuenta, una ciudad que todavía sangra por las heridas provocadas durante la Segunda Guerra Mundial y en la que la lucha por la mera subsistencia se libra en medio de un clima de violencia y de enfrentamientos más tribales que políticos y en la que casi un millón de personas tratan de sobrevivir.
El lector hará bien en tener presente que, allá en el arranque del primer volumen, la narradora, Elena Greco, también llamada Lenuccia o Lenú, decía encontrarse casi al final de su vida y anunciaba su decisión de contar la historia de Raffaella Cerullo, también conocida como Lina, o Lila, una mujer ahora desaparecida sin dejar rastro pero que nació unas pocas casas más allá de donde nació la propia narradora y con la que, pese a la distancia, las pugnas, los celos mutuos, los distanciamientos y las opciones vitales tan diferentes tomadas por una y otra, había mantenido una relación tan profunda que le resultaba imposible relatar las circunstancias de su vida sin contar de paso su propia vida. O no contar también las vidas de esa treintena de personas pertenecientes a diversas y muy conocidas familias del barrio y que habían ido a la misma escuela y crecido juntas para luego casarse entre sí y tener hijos, o separarse, traicionarse, intercambiar parejas, apoyarse mutuamente y (lo cual es una posibilidad que está presente todo el tiempo) morir de forma violenta, unas veces a manos de otros pero también por decisión propia.
Y como fondo, o mejor aún, como universo, esa omnipresente ciudad esparcida por las faldas del humeante Vesubio y que parece tener interiorizada la eterna precariedad de su existencia: sus habitantes, como se demuestra durante un terremoto que tiene lugar ya bien avanzada la saga, son conscientes de que en cualquier momento pueden ser engullidos por el volcán, o enterrados en escombros como en su día lo fueron Pompeya y Herculano, y aceptan esa poco envidiable posibilidad con la misma taciturna resignación con que aceptan el poder latente de las mafias, las intemperancias de los grupos violentos, da igual si de derechas o izquierdas, o la imposibilidad metafísica de escapar a su condición. Elena, la narradora, es la única de todos ellos que parece haber escapado al destino común: ha logrado trasladarse al norte (Florencia),donde ha cursado una carrera universitaria, se ha casado con un joven y prestigioso profesor con el que ha tenido dos niñas, aparte de estar iniciando una prometedora carrera literaria. Es la envidia de todos. Tan lejos. A salvo del pudridero napolitano. Qué suerte la suya.
Y sin embargo, contra toda lógica, e incluso contra su propio criterio (por no hablar de las andanadas que va a recibir de la irascible Lila) la prometedora escritora abandona a su marido y sus hijas, deja de lado su incipiente carrera literaria y vuelve a Nápoles. La excusa es un viejo amor de juventud, asimismo amado de joven por Lila, y que parece ofrecerle la posibilidad de culminar una historia de juventud que quedó inconclusa y que ahora, en la madurez, puede ofrecerle la oportunidad de vivir lo que entonces no pudo.
Pero quien crea que tiene por delante el relatado de los inevitables sobresaltos de una vulgar historia amorosa triangular se llevará un chasco. Porque Elena Ferrante, la otra narradora, la que firma el libro y cobra los royalties de las ventas multitudinarias en todo el mundo, va poniendo en escena a la treintena de personajes cuyas historias comenzaron en los volúmenes anteriores y con envidiable habilidad va dando cuenta de la trayectoria y el desenlace de cada uno (ya digo que es un notable tour de force en lo que a culminar historias se refiere) todo ello sin renunciar a culminar la compleja y muy conflictiva historia de las dos amigas que dan nombre a la saga. Podría decirse que se puede leer La niña perdida sin haber leído los tres volúmenes anteriores, pero sería hacerle un flaco favor a quien siga tan disparatado consejo porque se le incitaría a renunciar sin demasiada justificación a una narración que está a la altura de cualquiera de las grandes obras contemporáneas y que le adsorberá literalmente de principio a fin.
La niña perdida
Elena Ferrante
Traducción de Celia Filiperto
Lumen