
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Hay autores cuya forma de contar una historia lleva implícito el desarrollo del entorno en el que ocurren los hechos. En Conrad, por ejemplo, las descripciones del mar y los barcos, los puestos comerciales en ríos exóticos o las mosquiteras en las casa coloniales tienen tanta importancia como los acontecimientos narrados porque hay una interacción esencial entre unos y otros. Difícilmente se ira a buscar el corazón de las tinieblas en las fuentes del Tajo, sin intención de querer desmerecer los méritos de ese río por otra parte majestuoso.
Por la misma razón no es necesario saber historia ni conocer las circunstancias económicas y sociales de Rusia a principios del siglo XIX porque Tolstoi de las apaña estupendamente para que el lector, aparte de seguir con pasión las peripecias de las familias Bezújov, Bolkonsky o Rostov, quede perfectamente instruido de las circunstancias de todos ellos, y del país, recurriendo entre otras cosas a presentar personajes históricos, como es el caso del general Mijail Kutúsov, el viejo zorro encargado de urdir la catástrofe napoleónica. Por decirlo de alguna forma, en Conrad como en Tolstoi y tantos otros, el equilibrio entre el interior y el exterior es tan estrecho que parecen formar un todo.
Otros escritores en cambio, y el ejemplo clásico es Virginia Woolf aunque en su época siempre se incluía también a Elizabet Bowen, establecen una dialéctica interior/exterior claramente decantada en favor de lo primero: tanto la Woolf como la Bowen ni siquiera necesitan recurrir a la primera persona para que sus narraciones vayan siempre de dentro hacia fuera, pues la voz narradora es una sensibilidad que trata de explicar el mundo a través de sus propias emociones. La muerte del corazón es un ejemplo paradigmático de esta escritura. Portia, la adolescente en torno a la cual gira la narración, trata de comprender a las personas que la rodean porque interpreta correctamente que en ellas están las claves que le permitirán conocer (y si es necesario domeñar) los confusos, contradictorios y a ratos aterradores sentimientos que están empezando a surgir en ella. En este sentido es apasionante la Segunda parte, adecuadamente titulada "La Carne", porque es ahí, en contacto con la naturaleza, donde tiene lugar la aparición de la sexualidad de la joven, con todas sus urgencias y falsos brillos. Pero quien espere escenas escabrosas o imágenes subidas de tono, no conoce a Elizabeth Bowen. Tanto la sexualidad como todo el registro de pasiones y sentimientos del alma humana están presentes, casi podría decirse que abrumadoramente presentes, pero interactúan en unos decorados de la burguesía londinense previa a la II Guerra Mundial, con sus tazas de porcelana y sus vestidos de muselina y donde el control de los sentimientos era una condición necesaria para ser admitido en tan civilizada compañía. En esa atmósfera, dejar con brusquedad una taza en el plato sonaba peor que un exabrupto, o sea que no digamos nada de un portazo.
En su tiempo Elizabeth Bowen fue equiparada y en muchos casos incluso ensalzada por encima de Virginia Woolf. Y sin embargo en la actualidad Elizabeth Bowen está casi olvidada y sólo vive en un reducto de entusiastas, en tanto que los libros de Virginia Woolf se encuentran en todas las librerías y hay un nutrido pelotón de escritoras (algunas muy notables) que se reclaman sus seguidoras.
Probablemente la explicación de una suerte tan dispar haya que buscarla en ese contexto que en Conrad y Tolstoi surge de los propios relatos y que Elizabeth Bowen reduce a la mera categoría de escenario en el que encarnar sus historias. En vísperas de la segunda guerra contra Alemania las clases más lúcidas y sofisticadas de Inglaterra sabían que ese mundo que ellas encarnaban estaba llamado a desaparecer, junto con el Imperio y tantas cosas más. Las propias circunstancias personales de Elizabeth Bowen, hasta cierto punto equiparables a las de la joven Portia, también se inscribían en un mundo inaprensible y que se desvanecía, y en ese sentido parece un acierto encargar del relato a una joven que está a las puertas de la edad adulta y por lo tanto en vísperas de los muchos compromisos y cesiones que habrá de hacer con los elementos más queridos de su mundo hasta entonces y que va a desaparecer. Curiosamente, ni Portia ni los adultos que la rodean se refieren explícitamente a ese mundo exterior del que ella habrá de ser la memoria. En cambio, por influencia de Portia, sólo hablan de sentimientos y emociones. El lector que se moleste en documentarse acerca de Elizabeth Bowen y su escritura descubrirá que muchas de las cosas que se narran en esta novela, y que en apariencia son intrascendentes, de hecho son como una caja de resonancia que magnifica y ennoblece a lo narrado. Pero claro. Si en esta época ya resulta difícil pescar a un incauto para que lea un libro que no habla de dominios ni vejaciones, esperar de él que haga un trabajo previo de documentación es una clara utopía. A pesar de lo cual, leer a Elizabeth Bowen sigue siendo una delicia.
La muerte del corazón
Elizabeth Bowen
Impedimenta