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La casa inundada

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Partiendo de la base de que es un perfecto desconocido para el lector medio actual, tratar de dar una idea de lo que va a encontrar quien sienta la curiosidad de averiguar cómo escribía Felisberto Hernández resulta complicado porque, para empezar, no se parece a ningún contemporáneo, ni de los nuestros de ahora ni de los suyos de entonces. Si acaso, leyéndolo a ratos viene a la mente Ramón Gómez de la  Serna, pero no acaba de ser una buena pista porque en el fondo desorienta más de lo que encamina. Más significativo es lo que dice el propio autor de sus cuentos: "…fueron hechos para ser leídos por mi, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias".

Otra buena pista es resaltar su condición de músico. Un músico sin suerte, cabría añadir, pues pasó una gran parte de su vida tocando en cafés y teatrillos de provincias o poniéndoles emoción musical a las películas mudas. Pero tampoco es un dato seguro porque, bueno o malo, un músico es alguien que tiene una relación muy espacial con el sonido y el silencio. Y pongo el ejemplo de la anfitriona que en el cuento titulado "El balcón", impide que el músico/narrador se acerque al piano que hay en la estancia con estas palabras: "Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré a desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de  los candelabros y tocaba notas tan lentas y separadas en el silencio como si también fuese encendiendo, uno por uno, los sonidos".

Al decir de quienes le conocieron y admiraron, gente como Julio Cortázar, Italo Calvino o Gabriel García Márquez, la mayor parte de su material narrativo, por abstruso, extravagante, surrealista o misterioso que resulte, provenía de su propia experiencia, razón por la cual no es de extrañar que casi siempre recurra a la primera persona. Pero, insisto, era un intérprete y por muy suyas que sean las experiencias que cuente nunca tienen un carácter personal y ni siquiera necesitan un marco temporal o geográfico. Se sabe que habla de Uruguay y Argentina y que las historias ocurren en la primera mitad del siglo XX porque el autor pasó gran parte de su vida en ambos países y porque muchos de los relatos fueron escritos en esa época, pero el lector que no guste de una información previa exhaustiva y  se limite a abrir el libro y empezar a leer sin más, difícilmente podrá localizar el lugar y la fecha porque la prosa de Felisberto Hernández posee esa cualidad intemporal y universal (por alejarla de lo local) que distingue a la expresión lírica. Y esta sí es una pista segura: La casa inundada transmite un poderoso aliento lírico sin otra apoyatura que el lenguaje. En su estupendo prólogo a la presente edición de  Atalanta, Eloy Tizón cita el momento, es de suponer que demoledor para un músico, en que al pobre Felisberto Hernández las cosas le van tan mal que se ve obligado a vender el piano, del que más tarde dirá, sin que en sus palabras resuene el más mínimo timbre de lamento o nostalgia "era una buena persona".

Si alguien puede considerar que su piano era una buena persona es perfectamente natural que en sus escritos un balcón se suicide presa de los celos, que los conciertos adquieran la atmósfera inquietante de un aquelarre, y que los ambientes en que transcurren los hechos, siempre a mitad de camino entre los onírico y lo metafórico, sean viejos caserones perdidos en la provincia, sucios hoteles de suburbio o polvorientos locales públicos. Y las narraciones, que se sabe dónde empiezan pero nunca dónde o cómo terminan, avanzan dando bandazos,  cabalgando sobre unas palabras que al asociarse abren como una ventana en el espacio que  nunca da sobre el paisaje que por lógica cabría esperar.

  De ahí que sea tan acertada la reflexión de Ítalo Calvino cuando dice: "¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?".

Sólo una última advertencia que no por obvia me parece menos oportuna:  como les ocurre a tantos otros autores de ayer y de hoy, Felisberto Hernández no es un corredor de fondo y gana en las distancias cortas y espaciadas. El hecho de que prácticamente sólo escribió narraciones cortas parece indicar que también él se sentía más cómodo cuando escribía en un solo aliento, o en un estado de ánimo que se sostenía igual a sí mismo durante el tiempo que le  costaba abrir y cerrar una narración.  Y leerlo con el mismo ritmo en que él escribía parece una precaución acertada.

 

La casa inundada

Felisberto Hernández

Atalanta

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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