Skip to main content

Javier Fernández de Castro

Leer a estas alturas a los Balzac, Stendhal, Dickens y demás monstruos del siglo XIX tiene el inconveniente de que todos ellos han sido tan sistemática y despiadadamente saqueados que mientras los lees tienes todo el rato la desagradable sensación del déjà vu. Y muchas veces es cierto porque gran parte de las mejores obras de todos ellos ya las has leído, a veces más de una vez y en ocasiones incluso pasadas al cine. Pero Ferragus, por ejemplo nunca había caído en mis manos antes y sin embargo desde el arranque del relato se tiene la misma y desagradable sensación de estar en terreno demasiado conocido: “Hay en París ciertas calles tan deshonradas como pueda estarlo un hombre culpable de infamia; también hay calles nobles, calles simplemente honestas (…) calles asesinas, calles más viejas que la más vieja de las viudas viejas (…)”.

Según avanza el relato, calle a calle, plaza a plaza, casa a casa, el escenario (París) se transforma en un organismo vivo, desmesurado, rezumante de pasiones y maleficios y en el que los hombres son máscaras y los eventos meras alucinaciones, un escenario monstruoso porque son las calles las que hacen a las personas y no al revés, razón por la cual el transeúnte no, acabáramos, el flâneur, y aquí es donde caes en la cuenta del saqueo sufrido en este caso por Balzac, pues cuántas veces no se habrá recurrido desde entonces a la figura del paseante que parece sufrir una suerte de simbiosis con una ciudad que acaba transformada en un organismo vivo, monstruoso, capaz de crear y devorar a sus criaturas, una entidad autónoma y perversa porque es capaz de albergar rasgos humanos y (sobre todo) los peores vicios.

Pasa un poco lo mismo con el relato y los personajes. Debido a su prodigiosa capacidad de inventiva, y a la no menos prodigiosa cantidad de historias que bullían en su cabeza, Balzac escribía a golpes y sin guión ni plantilla previa, y cuando le devolvían las galeradas las acribillaba a correcciones pero sin modificar nunca la estructura ni alterar el orden general de los acontecimientos. Quiero decir que a veces transmite la impresión de que aplicaba aquello tan castizo del “si sale con barbas…y si no…”.

Ferragus es solo el primero de los relatos que integran la trilogía Historia de los Trece, escrita entre 1833 y 1835, y quien se moleste en ojear los tres uno tras otro apreciará de inmediato la poca relación que hay entre ellos en lo relativo a tema, composición, estructura e incluso a los personajes, y eso que algunos pasan de un relato a otro. Quizá porque intuía que ya no le quedaba mucho tiempo y tenía una enorme cantidad de historias para completar su Comedia Humana, Balzac no se molestaba en revisar lo que iba escribiendo porque, en caso de necesidad, le sobraban recursos para rectificar sobre la marcha. Y esta es otra de las impresiones que transmite el presente relato: partiendo de un planteamiento puramente convencional (dos esposos que se aman tierna y ejemplarmente; un oficial de caballería platónicamente enamorado de la esposa; un misterioso criminal de difícil encaje en lo ya contado y de ahí la nota de misterio) parece como si llegado un momento determinado el atosigado Balzac intuyó que no iba a ninguna parte con semejante elenco y de pronto, sin necesidad de cambiar una sola coma de lo anterior, multiplica hasta el infinito la tensión y el pathos del relato con el sencillo recurso de transformar esos sentimientos convencionales (amor, celos, fidelidad, engaños) en pasiones que poco a poco van tomando el mando de los acontecimientos hasta empujar al amante platónico a destruir a su amada, al marido a provocar la destrucción de la esposa y a ésta, por reflejo, a terminar con el marido, al padre amantísimo a atraer la desgracia sobre su abnegada hija, etc.

Y al final, casi como un premio, una muestra de lo difícil que es copiar, y no digamos superar, al maestro: me refiero al momento en que París, capaz de destruir a sus criaturas, demuestra que también es incapaz de dejarlas marchar incluso después de muertas, como si la muerte, allí, se hubiese petrificado. Un auténtico prodigio. Un Balzac de primera categoría, capaz de salvar y aun superar con ese epílogo una historia que no tendría parangón por ejemplo con su vecina de trilogía, La muchacha de los ojos de oro.

Ferragus

Jefe de los Devorantes

Ttraducción de Marta Hernández Pibernat

Minúscula

profile avatar

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Obras asociadas
Close Menu