
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
A simple vista, o a ojos de maltratador, Faulkner y Nabokov: dos maestros, puede parecer un simple aprovechamiento de textos sacados de aquí y de allá para ofrecerlos en un volumen de bolsillo a ver qué pasa. Quede claro sin embargo que Javier Marías en ningún momento trata de ocultar de qué va el libro y tanto en la contraportada como en las páginas interiores hay toda clase de datos acerca de fechas, lugares de publicación y circunstancias que rodearon la redacción de los diferentes textos. O sea que el lector sabe a qué atenerse tanto si decide pasar por caja o abstenerse.
Pero el primero, el que pese a todo decida comprar, habrá de estar al menos de acuerdo en una cosa: parece mentira que en un librito como este quepan tantas cuestiones más o menos relacionadas con la literatura y que bien podrían ser motivo cada una de ellas de un libro más extenso. En Vidas contadas Javier Marías ya dejó claro lo que se puede hacer con las vidas de los escritores. Y tiene mérito porque salvo excepciones (por ejemplo aquél que por vocación o destino resulta imposible distinguir entre vida y obra) el escritor suele ser un tipo más bien aburrido. Sólo Dios sabe la de horas que hay que meterle a una novela para que quede medianamente bien escrita, o sea que imagina esos que han escrito veinte o cincuenta, sin contar además sus poemas, biografías, ensayos y demás.
Lo que pasa es que, aun así, sus lectores dan por descontado que unos tipos capaces de escribir El ruido y la furia, o Ada, tienen por fuerza que ser interesantes y que poseen unos valores ocultos pero dignos de conocer. De ahí que se resistan a aceptar que, en tanto que ciudadanos, este o aquél sólo fueron unos seres grises y sin el menor interés, o que sólo eran capaces de poner un poco de pasión en su discurso si se hablaba de dinero. Queda por tanto a cargo del biógrafo hablar de ellos de tal forma que sin adornarlos inmerecidamente, expliquen en cambio cómo es posible, en los casos que ahora nos ocupan, que Faulkner escribiera lo que escribió. O cómo se entiende que Nabokov, un ruso recién llegado y que no conocía ni el país ni la lengua, fuese capaz de enriquecer extraordinariamente el inglés y de paso inventarse la América de los moteles y las carreteras, todavía hoy uno de los iconos más recurrentes en la literatura y el cine estadounidenses.
Otro tanto cabría decir de la todavía hoy enconada discusión entre poesía y prosa. Tanto Faulkner como Nabokov podrían ser públicamente expuestos como ejemplos de la diferencia que hay entre el decir (poético) y el contar (narrativo). El lector tiene aquí ocasión de juzgar si Faulkner era, como él mismo decía, "un poeta fracasado", o si la vieja distinción entre poesía y prosa tiene matices que se resisten a ser despachados sin antes echar una segunda ojeada a estrofas como ésa en la que Faulkner encomienda a las golondrinas la tarea de vaciar los días azules y soñolientos posteriores a la muerte de una cortesana pese a su juego sutil… (A ver un momento: una cortesana que ha muerto pese a su juego sutil, sí, con puntos suspensivos y todo, pero de inmediato pasamos a que la primavera vendrá y habremos de alegrarnos. ¿Pero qué pasa con la cortesana sutil? Ni una palabra más, salvo que "queda en el aire una vieja aflicción, acre como el humo de madera en el aire". Vaya con la poesía. O con los narradores que escriben poseía. O con los lectores que se quedan enganchados con la cortesana de juego sutil… y quisieran saber algo más al respecto). Y ya que sale, cómo asegurar que Nabokov exageraba al ver poesía en determinadas jugadas de ajedrez, refiriéndose quizás a ese trazo que dibuja la mano sobre el tablero al ejecutar un mate y que, caso de reseguirlo con un trazador, a lo mejor resulta que, en efecto, ha dibujado un haiku. O un caligrama. Y ya que sale, también, qué decir del viejo y espinoso tema de la traducción, sobre todo al poner en castellano la obra de Nabokov, capaz de traducirse a sí mismo del ruso al inglés y luego, con la vana intención de que Lolita se leyese en Rusia, capaz de traducirse a si mismo del inglés al ruso. Ambos, Faulkner y Nabokov, fueron tachados en su día de ser unos viejos cascarrabias, egoístas y solitarios. Y sin embargo, como deja claro Rodríguez Rivero en su peregrinar a Yoknapatawpha, Faulkner demostró que es posible crear un ámbito de significación en el que todavía viven sus personajes, ahora que el tiempo ha borrado casi todos los vestigios que permitían reconocerlos fuera de las páginas escritas. Faulkner a duras penas recorrió físicamente las treinta millas que separan su pueblo natal, New Albany, del Oxford donde eligió vivir (espiritualmente) toda su vida y escribir su obra. Nabokov por su parte nació en San Petesburgo y luego se pasó la vida entre Alemania, Estados Unidos y Suiza. Pero su obra no es una memoria doliente ni una autoafirmación sobre lo que puso haber sido su vida y no fue. Y por descontado que el libro no da respuesta a estas y otras cuestiones como éstas, pero las va planteando una tras otra, como si de una incitación a la lectura se tratara.
Faulkner y Nabokov: dos maestros
Javier Marías
Debolsillo