
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Año 1955. En un punto indeterminado del gran desierto atravesado por el río Bravo y que se extiende por Texas y Nuevo México para luego atravesar la frontera y adentrarse en México, el joven cowboy Jack Burns se está preparando el almuerzo antes de levantar el campamento para seguir su camino. Todo lo que posee en la vida está a la vista: una yegua joven y a medio domar; una silla de montar, un viejo saco de dormir y unas alforjas del ejército en las que guarda la sartén y el cazo con los que cocina los pocos alimentos que le restan. Posee además un sombrero negro, un rifle y una guitarra, y en el bolsillo guarda un puñado de dólares ganados a cambio de haber pasado casi un año cuidando ovejas (el oficio más degradante para un cowboy de verdad).
El conflicto, el irresoluble conflicto, no tarda en estallar: su amigo Paul Bondi ha sido condenado a dos años de prisión por negarse a inscribirse en la caja de reclutamiento, una especie de organismo de reserva que el Ejército de Estados Unidos, recién terminada la Guerra de Corea, tenía mucho interés en mantener activo y muy nutrido en previsión de lo que ya se veía venir: la Guerra de Vietnam y los movimientos antibélicos, anti sistema y anti todo que se iban a generalizar durante las décadas de 1960 y 1970. Bondi está a punto de ser trasladado de la prisión estatal a un penal federal y la idea de Jack Burns consiste en hacerse detener esa misma tarde para luego fugarse (de ahí las dos afiladas limas que oculta en sus botas vaqueras) y llevarse consigo a su amigo. En ese momento el cowboy y su clásico concepto de la vida (individualismo feroz, íntima relación con la naturaleza y rechazo visceral de la civilización y sus odiosas servidumbres) ya son tan anacrónicos como desplazarse a caballo o pensar que se puede plantar cara al Estado y sobrevivir.
Jack, en efecto se hace encarcelar a despecho de que él mismo es un prófugo porque tampoco se ha inscrito en la caja de reclutamiento, aparte de que tanto él como su amigo Bondi están en la lista negra de FBI desde su época en la universidad por haber fundado un grupo anarquista del que, además de ellos dos, formaban parte unos individuos todavía no identificados y llamados H.D. Thoreau, P.B. Shelley y Emiliano Zapata. Esta es la parte más ideológica del libro y quizá la más árida, más que nada porque el lector tiene la sospecha de que eso mismo podría haberse contado de forma más sucinta: el conflicto es, en resumidas cuentas, que si bien Paul Bondi agradece mucho el gesto de su amigo, se niega en redondo a acompañarle porque ello equivale a condenarse a una vida de persecución, acoso y salto de mata. Él tiene esposa e hijo y si firma determinados papeles, puede ver sustancialmente reducida su condena de dos años.
En esencia, ése fue el gran dilema que se les planteó a los movimientos de jóvenes anarquizantes y libertarios que tanto iban a proliferar en los años siguientes: frente a la feroz intransigencia del Estado (también conocido como Sistema y demás términos similares) cabía la posibilidad de ir al choque frontal, que por ejemplo fue la desgraciada vía elegida por los Black Panthers antes de ser exterminados sin misericordia, o bien elegir ese tipo de oposición más suave y acomodaticia encarnada por la hoy tan denostada vena irónica de rebeliones como la de Mayo del 68, aunque también se podía negar el sistema a fuerza de consumir cannabis y ácido lisérgico antes de acabar en California con flores en la cabeza.
Burns, evidentemente, rechaza los argumentos acomodaticios de su antiguo camarada y, con la ayuda de las limas y de dos indios navajos encarcelados por acosar a una dama blanca cuando iban borrachos, se escapa de la cárcel, recupera su yegua y huye al desierto con la esperanza de poder alcanzar la zona de grandes bosques que se abren más allá de los áridos e intrincados cañones que desembocan en el río Bravo.
Quienes tuvieron la curiosidad de leer La banda de la tenaza, publicada por esta misma editorial, ya saben cómo se las gasta Edward Abbey cuando centra la acción en las soledades del desierto y se complace en describir la integración del paisaje en la ética vital del fugitivo, para el que lo primordial es cómo llegar vivo al día siguiente pese al acoso de un ejército de policías locales, estatales, forestales y federales que se valen de radios móviles, vehículos todo terreno, avionetas e incluso un helicóptero prestado por un general al que le entusiasma ametrallar anarquistas. Y todo por apresar a un pobre tipo que se ha fugado de la cárcel.
Son antológicas la relación del cowboy con su yegua, y los riesgos que afronta con tal de no sacrificarla pese a que más le estorba que ayuda en la fuga, o la descripción de la caza de un ciervo y el banquete a que da lugar esa captura, con el siseo de la carne sobre la brasa y el humo cargado de aromas disipándose en los cañones. Una magnífica novela del Oeste.
Se entiende que a Kirk Douglas le entusiasmase y que recurriese al genial Dalton Trumbo para que le escribiese Lonely Are the Brave (Los valientes andan solos) la mejor de sus películas. Para consuelo de acérrimos, existe la posibilidad de encontrar de nuevo a Jack Burns en sucesivas novelas de Edward Abbey, o rebuscar en la de la tenaza porque hacía allí un breve cameo.
El vaquero indomable
Edward Abbey
Traducción de Juan Bonilla
Berenice