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El último tramo

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

 

Pocos libros, que yo recuerde, han sido últimamente tan esperados, desesperados, dados por perdidos y jubilosamente recibidos como esta tercera y, helás, última entrega del viaje que Patrick Leigh Fermor hizo entre 1933 y 1935 y que debía llevarle andando desde Holanda hasta Estambul (Constantinopla para el autor).

Dada su costumbre de escribir a mano  y dejar pasar mucho tiempo entre la experiencia y su narración (la primera entrega, El tiempo de los regalos, salió en 1977 y la segunda, Entre los bosques y el agua, en 1986) a nadie le preocupó mucho que fuesen pasando los años y no se supiese nada del prometido remate de la trilogía. En su prólogo a El último tramo, Colin Thubron y Artemis Cooper, albacea literario y biógrafa de Fermor respectivamente, demuestran lo muy cerca que estuvimos de esperar para nada, pero también ofrecen una imagen estremecedora del viejo luchador incansable que está perdiendo facultades (como a lo largo del viaje y los años  fue perdiendo cuadernos de notas y borradores),  pero que no cejará en su empeño de culminar su obra. De paso ese prólogo debería hacer reflexionar a quienes piensan que cada obra de arte es un fragmento del discurso del Creador (léase sagrada) y que nadie tiene derecho a cambiar siquiera una coma. El texto que nos ha llegado es fruto de un cúmulo de casualidades, hallazgos, callejones sin más salida que volver a empezar, replanteamientos y, al final, la propia decadencia física del viajero que se dice insatisfecho, que desearía dar un nuevo repaso a lo hecho y que en ocasiones  incluso recomienda dejarlo en un cajón.

Vaya por delante que Colin Thubron, con la ayuda de Artemis Cooper, ha hecho un trabajo espléndido. Y si alguien se pregunta si El último tramo es un producto de consumo para aprovechar el tirón del autor, la respuesta es no. El estilo  elegante, minucioso y de una extraordinaria vitalidad es inconfundible, y si en algún momento el autor echó en falta sus cuadernos no se nota, quizá porque como él mismo dice, los recuerdos le venían de pronto como surgen de la oscuridad unas pinturas al ser iluminadas por una antorcha. Sigue siendo el enamoradizo que cae rendido a los encantos femeninos (parece que entre las notas de su llegada a Constantinopla, para variar casi milagrosamente recuperadas, no se dice nada de Santa Sofía y sus pinturas pero en cambio se da cumplida cuenta de una joven griega fugazmente conocida), pero como al mismo tiempo es un caballero nunca da la menor pista acerca del grado de intimidad física con las mujeres que encuentra y le acogen y miman en sus casas, ya sea una estudiante enormemente atractiva, la dueña de un hotel que le devuelve la mochila robada o, sobre todo, la divertida estancia en un burdel de Bucarest protegido y cuidado por las pupilas.

                Quizá, puestos a encontrar diferencias con el Leigh Fermnor de entonces, en este último hay unos juicios de valor que en cambio no se veían en los libros anteriores, y eso que la ominosa presencia de los nazis era continua  podría haberse ensañado. Aquí, pese a la lejanía con los hechos vividos entonces, aunque es posible que las terribles y posteriores Guerras de los Balcanes le removiesen dolorosamente la memoria mientras rehacía textos, hay intervenciones muy críticas, en especial con los turcos, a los que presenta como una de las máximas calamidades sufridas por Europa en toda su historia. Por cierto que hablando de eso, de historia, para dar una idea de lo prolongada que fue la ocupación turca de Bulgaria ofrece una medida del paso del tiempo que sólo  a él se le podía ocurrir. Estuvieron allí, según él, más o menos el lapso que va de Chaucer a Dickens. En cambio le duele más el odio irracional que percibe entre vecinos, ya sea de rumanos y búlgaros, búlgaros y turcos o de todos contra todos salvo los griegos, que son unos caballeros. 

                Pero lo mejor es que sigue siendo el viajero que disfruta del sol y los olores y el pan con queso o los paisajes, que lo mismo duerme en una cabaña de leñadores que en casa de un cónsul inglés o en el mejor burdel de Bucarest, y que si llega a una población búlgara,  a la sola vista de un grupo de aldeanos vestidos a la turca, se mete gozosamente en un lío de invasiones y choques de culturas, y dialectos  y músicas y canciones que, milagros de la técnica, existen, y basta poner en You Tube estas palabras mágicas Zashto mi se sirdish, liube? (que son la primera estrofa de una canción que a Paddy le gustaba mucho) para ir a parar a un alucinante mundo de cantantes y músicos e instrumentos actuales que se pueden escuchar mientras que en las street view de los pueblos por los que transcurre el viaje se pueden ver unos paisajes que no parecen haber cambiado gran cosa desde entonces. Hola y adiós al viejo Paddy.

 

El último tramo

Traducción de Inés Belaústegui e Ismael Attrache

Patrick Leigh Fermor

RBA

 

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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