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El último septiembre

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

En 1920, fecha elegida por Elisabeth Bowen para ambientar El último septiembre, los llamados “disturbios” provocados por jóvenes irlandeses supuestamente aislados ya estaban cobrando el siniestro cariz de una insurrección generalizada que además iba a desembocar en una de las guerras de independencia más crueles y sangrientas de Europa. En el momento de ponerse a  escribir su novela (1929) esa guerra había terminado  cinco años atrás pero los lectores no sólo tenían presentes todas las brutalidades perpetradas por unos y otros sino que asimismo tenían muy claro que las heridas estaban muy lejos de haber quedado cerradas, como lo demuestra el hecho de que en Irlanda del Norte el conflicto civil iba a seguir dolorosamente abierto hasta finales del siglo XX.  

La situación llegó a ser dramática para las familias anglo irlandesas,  pues aunque muchas de ellas llevaban bastantes  generaciones asentadas en Irlanda, los nacionalistas locales las consideraban inglesas al tiempo que Gran Bretaña no terminaba de verlas como parte de los suyos (“Hemos venido a velar por ustedes”, dice en algún momento la esposa de un oficial del ejército británico destacado en Irlanda). Al verse atrapadas en una especie de tierra de nadie, esas familias tendían a identificarse con las suntuosas mansiones construidas por sus antepasados, razón por la cual los militantes irlandeses sentían una predilección especial por quemarlas, si bien solían tener la deferencia de avisar con tiempo a sus habitantes para que se pusieran a salvo. En el caso de El último septiembre la mansión se llama Danielstown y según palabras de la propia autora era un compendio de las casas de familiares y amigos del condado de Cork donde ella pasó su infancia y adolescencia.

Curiosamente, para narrar esa situación tan compleja como dramática,  Elisabeth Bowen se vale de la sensibilidad y los miedos e inseguridades de una joven llamada Lois Farquar, sobrina de los dueños de la mansión, Richard y Francie Naylor, muy aficionados a celebrar fiestas y recibir visitas de parientes y amigos. Como cabe esperar,  gran parte de las intervenciones de unos y otras, en privado o en público, son de una trivialidad tan inasequible a las circunstancias del entorno que el lector tiene la sensación de encontrarse en una novela de Woodhouse: “Esta casa es atroz, señorita Thompson. Si yo fuera usted, no me quedaría a cenar. Además no hay más que cordero, se lo he preguntado a la cocinera”. Quien así habla es Livvy, una joven casadera amiga de Lois y que está en Danielstown pasando la tarde. Después de dar noticia de las costumbres culinarias de la casa, añade como si tal cosa:” Lois, ¿tienes folios? Estaba pensando que tal vez escriba una novela”, cosa que a Lois le parece tan natural que contesta con desenvoltura: “¡Oh, sí, hazlo! ¡Qué idea tan fantástica! Pero no tengo. Pregúntale al tío Richard; le queda papel de cuando quería escribir sus memorias…”. Las conversaciones de los invitados durante el tennis party o en las comidas familiares,  o las intervenciones de unos y otras en las reuniones que organizan las esposas de los militares británicos son todas de una superficialidad irreductible, ello a pesar de que de cuando en cuando no pueden evitar que les afecten los sucesos exteriores (atentados, secuestros, emboscadas y, horror, incendios de casas), de la misma forma que tampoco pueden evitar que a veces la lucidez acerca de su situación se imponga sobre sus cegueras. Por ejemplo cuando Hugo Montmorency, un verdadero cero a la izquierda, al término de un irreprochable análisis del momento que están viviendo él y el resto de familias como la suya, termina diciendo: “El problema que sufre este país es el mismo que sufrimos todos a nivel individual: confundimos el sentimiento de lo que somos con el sentimiento de una afrenta y nunca saldremos de ello”.

Por idéntica razón, su propia insignificancia no le libra de recibir un retrato demoledor, esta vez de mano de la propia narradora: “…presa de un remordimiento constante, era un amante nato, consciente de los ciclos que se sucedían en él, las primaveras y otoños de deseo y desencanto, así como los intermedios de descanso estacional, insulsos y frígidos…”. Lo que en términos conyugales se denomina un cañonazo, con la particularidad de que el libro está repleto de momentos así. Se entiende que sus partidarios consideren a Elisabeth Bowen como la “Virginia Woolf irlandesa”.

 

El último septiembre

Elisabeth Bowen

Traducción de María Belmonte

Acantilado

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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