
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
En enero de 1417 un humanista, consumado copista y secretario papal en paro forzoso llamado Poggio Bracciolini dirigió sus pasos hacia Fulda, una prestigiosísima abadía fundada por san Bonifacio en 744 y que durante siglos había sido uno de los centros culturales más célebres e influyentes de Europa. A la muerte del santo, su abadía contaba con 400 monjes. Poggio calculaba, con toda razón, que aquellos 400 monjes, más todos cuantos les habían sucedido a lo largo de los mil años transcurridos desde entonces tenían por fuerza que haber producido y reproducido una ingente cantidad de manuscritos, entre los cuales tenía que haber algún que otro original griego o romano. Ésos eran los que Poggio y otros muchos como él buscaban en todo el orbe cristiano.
Desde que, en 1330, Francesco Petrarca se labrara una gran fortuna personal y alcanzara un gran prestigio intelectual gracias al hallazgo (entre otras cosas) de la Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, la profesión de buscador (y si se daban las circunstancias ladrón) de manuscritos se había convertido en una profesión muy lucrativa, pero reservada a unos pocos especialistas muy preparados. El propio Poggio, que como amanuense había logrado imponer la elegante letra gótica sobre la más tosca carolina, pasó largos años de búsqueda casi infructuosa en Italia, Inglaterra, Francia y Suiza antes de dar en Alemania con un manuscrito enterrado en polvo y lleno de moho que resultó ser De rerum nature, de Lucrecio
El giro narra las circunstancias que se daban en Europa cuando tuvo lugar el hallazgo de ese tratado que había sido perseguido y vilipendiado por defender unas ideas diametralmente opuestas a las que todavía estaba tratando de imponer la Iglesia de Roma. Para que el lector se haga una idea cabal de la importancia que iba a tener en el desarrollo de ese momento auroral de Occidente al que, para entendernos llamamos Renacimiento, Stephen Greenblatt, el autor, ha escrito un libro fascinante. Sólo el relato de los mecanismos (o la mecánica) para la producción y reproducción de manuscritos desde la Antigüedad ya justificaría su lectura por la gran cantidad de datos y curiosidades que se aportan. Y ahí está, por ejemplo, la figura del gran Ptolomeo III (246-221 a.C.), que no sólo registraba los barcos que entraban en puertos egipcios para confiscar cualquier manuscrito que pudieran llevar, sino que mandaba a los gobernantes de todo el mundo emisarios cargados de oro para que comprasen, o en el peor de los casos alquilasen, manuscritos griegos, romanos, hebreos o de la clase que fuera para engrosar la gran biblioteca de Alejandría. O qué decir del humanista que daba con un tesorillo en algún olvidado monasterio y de inmediato contrataba a una veintena de amanuenses para reproducir un hallazgo que luego vendía con grandes beneficios a las universidades y estudiosos de todo Europa. Hoy, más de quinientos años después de su reaparición, se conservan más de cincuenta copias manuscritas de la obra maestra de Lucrecio. Todo un mundo de picaresca y conocimiento oculto tras una palabra aparentemente tan anodina como es "manusrito".
Pero no todo era tan fácil. El propio Poggio había sido secretario de Bonifacio IX y luego de Juan XXIII justo cuando Occidente estaba desgarrado por un cisma cuya parte más folclórica, pero también ideológicamente más explosiva, era la existencia simultánea de tres papas, pues además de Juan XXIII ejercían como tales Gregorio XII y Benedicto XIII, nuestro inefable Papa Luna. En el momento en que Poggio salía hacia Fulda se había quedado sin trabajo porque su jefe, Juan XXIII, acababa de ser encerrado en una mazmorra y corría el peligro de acabar en la hoguera como le terminó pasando a otro preso y hereje ilustre, Juan Hus. Sacar a la luz a un clásico maldito como era Lucrecio, que de inmediato iba a suministrar toda clase de ideas contrarias a la ortodoxia cristiana ( fundamentalmente, una visión científica del mundo y por lo tanto poco dada a explicarlo a partir de un Dios omnipresente y todopoderoso) era casi una temeridad. Téngase en cuenta que todavía faltaban casi dos siglos para que estallase una orgía religiosa tan bestial y sanguinaria como fue la Guerra de los Treinta Años (1618- 1648), o que aún debían ocurrir episodios tan bochornosos como la cremación de Giordano Bruno (1600) o la humillación a Galileo (1616), sólo por motivos ideológicos.
Debo reconocer que en ocasiones, la acumulación de datos resulta un poco agobiante, por más fascinantes que sean. Pero ya se sabe: contra el vicio de la morosidad excesiva, cabe la virtud del pasar página en busca de nuevas emociones, que son muchas.
Y aunque probablemente no sea casual, al mismo tiempo que Crítica publicaba este libro, la editorial Acantilado daba a conocer la gran obra de Lucrecio presentada por el propio Stephen Greenblatt y con traducción y notas de Eduard Valentí Fiol.
El giro
Stephen Greenblatt
Crítica