Javier Fernández de Castro
El libro es muy simpático. De haber creído necesario darle un título más ajustado a su contenido se hubiera podido parafrasear a Becquer y con sustituir “cartas” por “crónicas” y “celda” por “granja” hubiera quedado “Crónicas desde mi granja”. Y a eso vamos. El grueso del volumen son las crónicas escritas por Sue Hubbell entre 1975 y 1978 para el St. Louis Post-Dispatch. Al final hay dos largos escritos que no son crónicas pero que tratan igualmente de los asuntos cotidianos y las gentes de unas remotas montañas de Missouri llamadas Ozarks.Es colaboradora habitual del New Yorker y del New York Times, aparte de ser autora de varios libros de notable aceptación por parte de los lectores. Uno de los cuales, Un año en los bosques, fue publicado por esta misma editorial (2016).
Cabe decir que, aparte de estar situados en una esquina perdida en la inmensidad de Estados Unidos, los montes Ozarks son un curioso lugar: a los habitantes de siempre, unos lugareños sureños que se hubiesen entendido estupendamente con Faulkner, a partir de los años 60 se poblaron de una fauna pintoresca y muy heterogénea porque en el aluvión de recién llegados había desde hippies hartos de ir a California con flores en la cabeza hasta miembros de sectas religiosas y diversos fugitivos de la civilización, sin olvidar un nutrido grupo de ufólogos que se reunían todos los años para hacer recuento de los platillos volantes avistados desde la reunión anterior.
Sue Hubbell y su marido, Paul, pertenecían a la categoría de los retornados, es decir, gente educada y bien situada en la vida pero que una vez criado y colocado a su hijo Brian en la universidad y cuando comprendieron que habían llegado al punto más alto de sus respectivas carreras (profesor de ingeniería en una universidad él, bibliotecaria en otra universidad ella) decidieron que estaban hartos de las atosigantes imposiciones de la vida civilizada y, sobre todo, de pagar montañas de impuestos que servían para financiar cosas tan inmorales como la guerra de Vietnam. Y un buen día decidieron decir adiós a todo eso, se compraron una granja de 35 hectáreas en el culo del mundo y allá que se fueron tras ser despedidos por sus amigos, profundamente envidiosos de la vida elegida por ellos dos.
Su primer libro, Un año en los bosques, incidía más en las aventuras que les ocurren a dos ciudadanos que deciden hacer suya una naturaleza no fácil de domesticar: temperaturas de hasta 30º bajo cero, meses de aislamiento, millones de garrapatas, mosquitos y mapaches que se comen el maíz sembrado (y regado) con harto trabajo, unas labores de siembra que no resultan tan fáciles como parecía y, para acabarlo de arreglar, tener muy presente el bienestar de los 18 millones de abejas que tienen a su cargo y repartidas por una treintena de granjas de los alrededores (sólo la descripción de lo que implica abrir y cerrar treinta cercas construidas cada una a su manera ya bastan para tener ganas de salir corriendo). Pero de eso trata en gran parte el libro y es lo que en el fondo le da más valor. Si en Un año en los bosques se incidía bastante en las razones poderosas que justificaban la huida de una civilización despótica y que a cambio de unos pocos electrodomésticos y otros despojos te tiene puesta la bota en el cuello, Desde esta colina habla más bien de por qué quedarse en un medio decididamente hostil y en compañía de unos vecinos más bien toscos, para decirlo de una forma amistosa.
De hecho, el bueno de Paul, el compañero fiel de veinte años no lo pudo soportar y se volvió a la civilización mientras que ella, la esposa que sabía infinitamente más acerca de los sistemas de clasificación de libros que se sembrar cebollas o arreglar un tractor, optó por quedarse con los millones de abejas y las infinitas hectáreas por cultivar. Y no lo dice claramente en su libro, o al menos no insiste en ello, pero la moraleja que se desprende de sus dos libros es que un ciudadano no se acostumbrará nunca a vivir de la tierra, o al menos no como lo hacen quienes llevan generaciones apegados a ella. Y en ese caso, ¿cuál es el secreto de que ella durase tanto más tiempo , y encima sola, en las montañas Ozarks? El truco lo practican más o menos abiertamente todos los llamados nature writers : Thoreau, el padre de todos ellos y todavía hoy es admirado por la cabaña que se construyó en la soledad de los bosques. Pero no se olvide que esa cabaña estaba a un par de kilómetros de la casa de su amigo y protector, Emerson, y que vivió la mayor parte de su vida fabricando lápices en Concord, un pueblecito situado a pocos kilómetros de Boston. Aparte de escribir un libro fundamental “La desobediencia civil”, sus otros libros sobre la naturaleza eran más bien excursiones de ida y vuelta porque, por decirlo de alguna forma, nunca dejó de tener un pie en casa. Con lo cual no quiero decir que no fuera importante ni meritoria la percepción de la naturaleza que él transmitió. Sue Hubbell, a su manera, tampoco rompió nunca con la tan denostada civilización porque escribía crónicas para las más prestigiosas publicaciones del país que le aportaban lo que el campo no alcanzaba a darle. O sea que aviso para futuros buscadores de los encantos de la vida rural: si no tienes algún modo de vida para redondear las labores agrícolas no lo vas a tener fácil. Pero todo consiste en aplicar el ingenio: para vender la miel de tantísimas anejas como tenía, Sue Hubbell cargaba hasta los topes su camioneta y se iba a venderla a las grandes ciudades. Y aprovechaba los largos viajes de ida y de vuelta para hacer un inventario de las mejores pies de arándanos que daban en los bares de carretera. Y hacer de dicho inventario unas estupendas crónicas.
Desde esta colina
Sue Hubbell
Traducción de Carmen Torres y Laura Naranjo
Errata Naturae