
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Cuando en un ámbito nacional coinciden dos figuras de alcance universal – y da igual de qué campo sean – lo normal es que se formen dos bandos irreconciliables, con uno de ellos ensalzando tan inmoderadamente a su ídolo como inmoderadamente atacará al contrario.
En el caso de las letras canadienses las dos figuras incontrovertibles son Margaret Atwood y Alice Munro, y en este blog he hablando tantas veces de la segunda, y tan elogiosamente, que no cabe la menor duda de cuál de las dos es mi favorita.
Confieso sin embargo que no he sido justo con Margaret Atwood, entre otras cosas porque hasta ahora no había leído esta extraordinaria colección de relatos reunidos bajo el título de Chicas bailarinas. La mayor parte de los relatos son anteriores a 1977, fecha de su aparición en forma de libro, cuando Margaret Atwood ya se había forjado una sólida reputación como poeta y empezaba a cimentar su prosa con novelas como You Are Happy (1974) y Lady Oracle (1976). Vistos con la perspectiva de los casi cuarenta años transcurridos desde entonces, estos relatos son de una modernidad casi desconcertante. Aunque el feminismo militante trató de apoderarse de ella por su decidida toma de partido en favor de las mujeres, y aunque en la mayor parte de estos relatos la narradora sea una voz femenina, Margaret Atwood está mucho más allá de una simple pelea de género y, sobre todo, de una pugna entre buenas y malos. Quizá debido a su formación poética, los relatos se estructuran en una serie de imágenes encabalgadas y caracterizadas por una precisión estilística cercana al bisturí. En uno de los relatos ("El resplandeciente quetzal"), Edward, el marido, es descrito por Sarah, la esposa, como un olor que impregna su vida, de manera que a la hora de fantasear sobre la desaparición del marido para recuperar su libertad, esa operación sería tan sencilla como abrir un ventana para que no quedase ni rastro del olor. Adiós, Edward. Curiosamente, una vez culminada la "operación limpieza" Sarah trata de imaginarse a sí misma en Acapulco rodeada de hombres ardientes pero rechaza de inmediato la imagen porque "eso sería demasiado complicado y poco relajante". Y esa es un poco la impresión que destila la narrativa de Margaret Atwood: hay humor, solidaridad, cariño, lealtad y apuesta por el otro, pues al fin y al cabo habla de seres humanos, pero al mismo tiempo da la sensación de hablar de personas que viven en habitaciones separadas, lo bastante cercanas como para oírse y olerse y hablarse unos a otros, pero sin fusión, y no digamos nada de la pasión. En ese mismo relato de un viaje matrimonial a Acapulco, Sarah piensa: "A menudo había pensado en ponerle los cuernos a Edward […], pero no había llegado a hacerlo nunca. Además ya no conocía a nadie adecuado". Las rupturas, las razones para seguir juntos, las expectativas de cada cual o el estilo de vida que acuerdan se describen con imágenes de una sencillez escalofriante, pero con un poder de sugestión que transmite con toda exactitud esas emociones que caracterizan al ser humano y en las que nunca falta el dolor, la soledad y una desesperanzadora falta de sentido.
Pero donde mejor se expresa la mezcla de sencillez y complejidad del estilo narrativo de Margaret Atwood es en el relato titulado "Dar a luz": una escritora bien instalada en una existencia sólida y bien estructurada, en la que juega un papel importante una hija tan pequeña que todavía debe ser enseñada a hablar, se dispone a escribir un cuento sobre una mujer llamada Jeanie que está a punto de dar a luz; camino del hospital, en el coche conducido por el marido viaja también otra mujer asimismo embarazada y que existe para Jeanie pero no para el marido, con la particularidad de que a ella le bastaría fijar la mirada para que la otra despareciese, pero no lo hace porque es una "presencia" necesaria, un contrapunto, otra posibilidad en el orden de los acontecimientos. De manera que no tardan en superponerse tres realidades: una, la que conforma el relato del parto de Jeanie; otra, la de las vicisitudes por las que pasa la mujer que es y no es pero que para Jeanie es fundamental tenerla en derredor porque es una posibilidad otra que la suya, y una tercera, que se filtra en el relato bien a su pesar y que es el parto de la propia escritora, pues al fin y al cabo ella habla de lo que sabe, de su propia experiencia por más que interponga las figuras de Jeanie y de la proyección que ésta realiza al encarnarla en una tercera parturienta. La clave la da la propia escritora al inicio del relato, cuando reflexiona sobre el efecto de liberación y esclavitud que entraña un nacimiento. Y concluye: "El lenguaje, que farfulla sus arcaicas expresiones, es una de las muchas cosas que hay que volver a nombrar, expresar de otro modo".
Chicas bailarinas
Margaret Atwood
Lumen