
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Hay dos rasgos que destacan poderosamente en esta novela de Dolores Payás. Uno de ellos sale al paso nada más empezar la lectura, cuando en la primera línea, para describir una estancia, se lee: "El salón se declinaba en femenino radical". Esa afirmación tan rotunda se podría hacer extensiva a toda la novela. Hay una decidida, y como luego diré, apasionada, toma de posición en favor de lo femenino, pero no en forma de perorata feminista reivindicativa y rencorosa. Por encima de todo predomina la voluntad de contar una historia. Lo que pasa es que la firma una mujer que habla desde lo más profundo de esa condición, y pongo un ejemplo muy obvio. Para el desarrollo general del relato es importante dejar clara la clase de relación que mantienen Tessa y Álvaro, ella una mujer solidaria pero altamente celosa de su independencia (o mejor aún, de su no dependencia) y él un joven líder sindical en vísperas de una huelga que se intuye decisiva. Al lector se le suministran toda clase de descripciones y datos para que sepa qué da y qué recibe cada uno en esa relación. Y se afirma: "Él gozaba, ella gozaba, el trato era equilibrado". Una vez terminada la parte puramente física de la secuencia, y mientras ella se arregla detrás de un biombo él, tumbado en la cama, espera el momento adecuado para anunciar que tampoco esa noche se quedará a dormir. Ambos tienen sus respectivas misiones en la vida y ambos necesitan saberse libres de ataduras para llevarlas a cabo, pero también son humanos y necesitan sus respectivas dosis de intimidad compartida. Y en ese aspecto está claro que el trato no es equilibrado porque ella, sin perder su independencia ni tampoco querer imponer su deseo, agradecería que él fuese quizá un poco menos ardoroso en el acto a cambio de mostrarse más atento después. Pero él, mientras busca la manera de exponer una despedida que sabe conflictiva, fuma un cigarrillo cuya ceniza está a punto de caer sobre las sábanas. Y aparece un paréntesis que dice ("tan difíciles luego de lavar"). Ese inciso espontáneo, esa llamada a la solidaridad a costa de la inimaginable cantidad de sábanas sucias que llevan lavadas las mujeres, durante miles y miles de años y en condiciones harto penosas, es una constante que se manifiesta reiteradamente cada vez que el acaecer narrativo pone de manifiesto alguna de las múltiples manifestaciones de la condición femenina (física, espiritual, laboral, afectiva y todo el resto de las facetas que entraña su forma de estar en el mundo). La esposa, la hermana sufragista, la institutriz inglesa, el ama de cría, la cocinera o las dos chiquillas que están siendo entrenadas como criadas, todas, en un momento u otro van a suscitar una oleada de solidaridad profunda y apasionada, casi podría decirse que surgida de la memoria de la especie.
Esa apuesta por la declinación radical de lo femenino se ve realzada por el segundo rasgo que más poderosamente llama la atención en Adorables criaturas, y me refiero a un estado de apasionamiento omnipresente y batallador, surgido casi seguro de una notabilísima ambición literaria y que se pone de manifiesto, sin ir más lejos, en la defensa a ultranza de los personajes, empezando por los más mezquinos y despreciables(el médico de familia, por supuesto) y terminando con los más nobles: unos y otros son llevados hasta el final de sus respectivas trayectorias con la ya mencionada, por lo notable, voluntad narrativa. Una voluntad que se manifiesta asimismo en el lenguaje, en la cuidadosa elección de las imágenes literarias y en la búsqueda continua del término que con más precisión transmita la emoción del momento, todo lo cual remite a una ingente cantidad de trabajo antes (es decir, mientras tuvo lugar la enorme tarea de documentación), durante (el acto mismo de ordenar el material acumulado y transformarlo en una narración coherente y capaz de crear un universo creíble) y después (o sea durante el dolorosísimo acto de corregir y descartar algunos pasajes que a lo mejor fueron particularmente costosos de escribir pero que vistos con frialdad no aportan lo que al principio parecían prometer). El resultado de todo ello es una vorágine narrativa que empieza en la primera página (como quien abre las válvulas de un mecanismo sometido a una inmensa presión), y dura hasta la coda final, a la que se llega entregado y sin aliento.
En cuanto a la historia misma, enlaza con la gran tradición novelística decimonónica: una familia de la alta burguesía industrial, más su entorno directo e indirecto, son los encargados de encarnar y transmitir los conflictos, las ambiciones, las frustraciones y las limitaciones de una época (finales del siglo XIX) y una clase social que se encaminaban inexorablemente a un mundo radicalmente distinto pero al que de momento debían hacer frente con armas ya obsoletas y en trance de ser sustituidas por otras más adecuadas a los nuevos tiempos.
Adorables criaturas
Dolores Payás
Planeta