Javier Fernández de Castro
Este librito (apenas 90 páginas, pero la mitad son ilustraciones) resulta tan delicioso como un sorbete de limón perfumado al armañac y degustado en algún umbrío rincón de los jardines del propio palacio de Fontainebleau. Pícaro, refrescante y con ese sentido tan francés de lo galante. Y, de ahí, delicioso.
A mediados de los años ochenta del siglo pasado el más exquisito de los editores italianos, Franco Maria Ricci, le encargó a la entonces novelista y actual miembro de la Academia Francesa, Florence Delay, un libro que finalmente se llamó Les Dames de Fontainebleau y que fue publicado en 1987 dentro de una de aquellas fastuosas cajas negras en perfecta consonancia con las obras de arte que contenían. Al cabo de una larga desaparición incluso de las librerías especializadas en rarezas para gourmets, Acantilado ofrece ahora una versión de aquel libro que pese a ser reducida sigue siendo una joya, primero porque los textos de Florence Delay son sugerentes, fascinadores y elegantes, y segundo porque muchas de las ilustraciones son obras o fragmentos de obras no muy conocidas porque incluso quienes las hayan visto con sus propios ojos en las paredes y techos de Fontainebleau difícilmente las habrán degustado con la minuciosidad y conocimiento que ofrece la autora.
En concreto se trata de treinta y un relatos relacionados con cuadros, frescos y objetos pertenecientes a ese palacio que empezó a ser utilizado como residencia por Luis VII en el siglo XII y que a lo largo de los siglos ha sido ampliado, enriquecido y dotado de complementos tan fastuosos como los jardines, obra del jardinero de Enrique IV, Claude Mallet.
Pese a su apabullante grandiosidad, Fontainebleau no ha sido el lugar de residencia favorito de los reyes franceses porque éstos, como todos los reyes, se pirraban por los caprichos caros y Francisco I, pese a ser quien más lo engrandeció, lo utilizaba solo como pabellón de caza y prefería alternar con sus residencias de Blois y Amboise (visibles hoy a orillas sel Loira). Eso, si no se acercaba hasta los Pirineos para disfrutar de las gigantescas cuadras que se hizo construir en el castillo de Rivau. Y cuando Luis XIV terminó de arreglar Versalles a su gusto, cabe imaginar dónde preferían morar sus sucesores.
Además de tener a su servicio a Leonardo de Vinci, Francisco I hizo venir de Italia al excéntrico pero genial Rosso Fiorentino (hay muchos ejemplos de su quehacer en el libro). Aunque una parte considerable de su obra se ha perdido (las fiestas, recepciones y conmemoraciones de la época adsorbieron muchos de sus afanes) es el autor de los mejores frescos de Fontainebleau y fue el introductor del manierismo en Francia. Posteriormente su influencia se extendió a Alemania, Países Bajos e Inglaterra.
Tras el suicidio del florentino, los sucesores de Francisco I, Enrique II y Catalina de Médicis, lo sustituyeron por Francesco Primaticcio, menos excéntrico que su predecesor pero continuador y divulgador de la maniera francesa de entender la pintura. En Google se pueden ver las suficientes obras suyas como para hacerse una idea muy exacta de su trabajo.
Acostumbrados como estamos a que muchos de los libros escritos actualmente por mujeres sean una especie de memorial de agravios acerca del injusto y reiterado mal trato recibido por la mujer, ya sea en la pintura, la literatura, el hogar o allí donde se mire, y sea cual sea la época de que se hable (aclaro ahora mismo que no estoy diciendo que ellas no tengan toda clase de razones para hacerlo, por más que la lectura de esos textos se haga en exceso monótona por lo reiterado de la queja), sorprende no encontrar en Florence Day un solo texto, y ni siquiera una simple frase, que sirva para figurar en dicho memorial de agravios.
Aunque en otras ocasiones Florence Delay ha dejado clara la opinión que le merece la gestión que ha hecho el masculino de un mundo que considera exclusivamente suyo (sin ir más lejos, el día que ella ingresó en la Academia sólo dos de sus miembros eran mujeres) en A mí, señoras mías, me parce, lo que pretendía era sumirse en el papel de una muchacha del Renacimiento y dar voz a las damas representadas en Fontainebleau, señoras mías, ya fueran históricas o pictóricas o ambas cosas (como la ya citada Catalina de Médicis, protagonista de hechos decisivos de la historia de Francia y modelo en un conocido retrato suyo hecho por François Clouet y reproducido en el libro). Pero su pretensión no era reivindicativa ni llevar a cabo un ajuste de cuentas: su (ambiciosa) intención era reproducir por escrito la maniera de entender la vida y las costumbres, la reinvención de la mitología y el homenaje (a su manera.claro) que la época dedicaba a lo femenino. Y resulta un privilegio asistir al prodigio de ver cómo el texto y la imagen se enriquecen mutuamente en esta especie de diálogo exquisito. Eso sí, para terminar de degustar esta delikatessen conviene repasar un poco la historia de Francia para situar a los personajes y sus hechos en el lugar que les corresponde porque la autora no se molesta en aclarar según qué minucias.
A mí, señoras mías, me parece
Florence Delay
Traducción de Caridad Martínez
Acantilado