
Eder. Óleo de Irene Gracia
Iván Thays
Ulises Gutiérrez. Foto: Rubén Grández
Lo he dicho varias veces: para mí Ojos de pez abisal es el mejor libro peruano publicado en el 2011. Le costó mucho abrirse paso, pero veo que lo está consiguiendo. Hace unos días, Carlos Sotomayor lo entrevisto para el blog ?Letra Capital?.
Algunas respuestas:
¿Cómo surge la novela?
Como historia ya la tenía concebida más o menos. Quería contar la historia de alguien que hablara de esa época. La idea nació, creo, cuando mi madre me narraba la historia de una amiga. Yo viví la infancia en Colcabamba, un pueblito en Huancavelica, que vendría ser Samaya de la novela. La historia de Colcabamba durante esos años era bastante extraña, porque en todos los pueblos de los alrededores habían matanzas, menos en Colcabamba. Con los años, me preguntaba por qué había sucedido esto, por qué el terrorismo no entró allí como sí lo hizo en el resto de pueblos. Claro, uno sabe luego que quizás era la geografía que la hacía difícil de atravesar. Hasta que un día mataron al hijo de una de las familias más conocidas del pueblo. Y comenzó toda aquella habladuría de que por fin entraba Sendero. Recuerdo haber visto las hoces y el martillo titilando en la noche. El pueblo entró en pánico. Los rumores gobernaban todo. Decían: mañana muere tal. Hasta que apareció el hijo de este señor. Y cuya muerte le provocó tanto dolor a su familia que su madre prometió nunca más volver al pueblo y nunca más lo hizo. Pero lo que recuerdo más es el hecho de que mi papá le dijera a mi mamá que no vaya al entierro porque había habladurías de que todo aquel que fuera al entierro iba a ser asesinado. Y como las mujeres, mucho más valientes que los hombres, fueron al entierro. Es a partir de allí que nació la idea.
?La novela toca el tema de la violencia política que padecimos?
Creo que era inevitable. Hay muchas historias de suspenso o de mucho dolor para todos que, de algún modo, nos ha tocado esa guerra. Muchas cosas que cuento en la novela han pasado realmente. La historia de Nemesio, la he narrado tal como pasó. Un día apareció en mi pueblo un hombre que había atravesado la cordillera más alta que separaba a Colcabamba de Huanta y nadie le creía. Llegó con su mujer y su hijo y contó todo lo que se narra en la novela. Y claro, lo que me pasaba a mí. Estudiaba en Lima en esos años, mi familia vivía en Huancayo. Cada vez que tenía que viajar a Huancayo, o venir a Lima, era un juego a la ruleta rusa, pues tenías que pasar por tres o cuatro controles militares, y en cada uno te bajaban, te interrogaban, te amenazaban; y por ambos lados.
?La desaparición de su hermano acelera la debacle familiar.
Claro, porque duele menos que muera tu padre o alguien de más edad, pero que un joven muera, en la plenitud de su vida, es mucho más doloroso. Entre los amigos que han perdido familia en esa guerra, el dolor más indescriptible que me han contado ha sido la muerte de un hermano, un primo, alguien de tu edad. Y al momento de escribir la novela iba por allí la cosa.
?Una de las partes más interesantes de la novela es este encuentro entre el protagonista y el asesino de su hermano.
Ese fue el capítulo más difícil de escribir. No quería que la novela se convierta en un Zancudo como Sherlock Holmes buscando al asesino. No quería que terminara siendo una novela policial. Cuando les contaba esa parte a unos amigos, me decían: esto no te lo creo porque no sucede así. Mi amigo Mario León, que vendría a ser el Cayo de esta novela, me decía: si yo caminando en las calles de Tokio me encontré con Mabel. Kioto tiene 18 millones de habitantes y era improbable que se pudieran cruzar, y sin embargo sucedió.
Asimismo, ayer Ghiovani Hinojosa lo entrevistó en La República donde cuenta, además, la historia detrás de la historia: cómo un ingeniero sanitario se convierte en escritor. Todo tiene que ver con un extintor y un informe burocrático.
Dice la nota:
Todos habían salido a almorzar. El salón, una amplia red de cubículos de madera que fungían de oficinas, estaba en calma. El ingeniero Ulises Gutiérrez ocupaba su metro cincuenta cuadrado con estoicismo: agarrotado sobre su computadora, procesaba sin chistar planos, cifras, memorandos. Cientos de documentos formaban rascacielos de papel a su alrededor. Maldito sea el mal de estómago que nos indispone a la hora del almuerzo.
Mientras tecleaba su máquina, Ulises sintió un olor a quemado. Se detuvo. Salió a inspeccionar el ambiente. Hurgó en los pasillos de ese laberinto de escritorios que es la oficina de proyectos de Sedapal. No encontró nada. De vuelta a su cubículo, alzó por azar la mirada y vio cómo de uno de los focos del techo caían gotas de plástico derretido. El material incandescente prendía en pocos segundos la alfombra, la mesa, los papeles. Ulises se abalanzó hacia uno de los extintores que había en la pared y disparó contra el fuego como pudo. Luego de unos instantes de combate, abrió los ojos. Una densa humareda cubría el salón. Había apagado el volcán.
Uno de los guachimanes de la planta La Atarjea, donde quedan las oficinas, corrió a asistirlo. Le preguntó al ingeniero qué había pasado. Ulises Gutiérrez, cubierto de polvo, le contó que las gotas encendidas que cayeron de un foco causaron el incendio. Después vino su jefe inmediato, y le tuvo que explicar a él también lo ocurrido. Igual con el encargado de seguridad. Y con el gerente general. Y hasta con el presidente del directorio. Todos elogiaban el coraje del hombre que había vencido solo al fuego. Le dieron el día libre.
A la mañana siguiente, le pidieron redactar un informe sobre el incidente. Ulises, que solía crear cuentos inspirados en su experiencia como supervisor de obras de Sedapal, optó por un tono literario para el texto. Escribió: ?Cuando atravesaba el pasadizo central, vi que unas gotas blancas caían desde una de las luminarias del techo como las lágrimas de una vela derretida. Dudé de lo que veía. Me acerqué y cuando estaba a unos metros, las gotas se hicieron más menudas y se encendieron en llamas. Se transformaron en una lluvia de fuego que encendía todo lo que tocaba?. Por la tarde, le devolvieron el informe. Las hojas traían un post-it fosforescente de su jefe que decía: ?Sin duda usted fue el héroe de la jornada; sin embargo, para efectos de elevar el informe a nuestra Gerencia, remítase al Formato RPG0023?. Las dos dimensiones de su vida, la ingeniería y la literatura, habían colisionado abruptamente. La esquizofrenia de ser un ingeniero sanitario de ocho a cinco, y un escritor afiebrado de cinco a más, había tocado techo.
?Tengo que reconocer que me equivoqué de profesión? dice Ulises sobre una taza de té.
Ulises Gutiérrez era un niño sin mucho miedo al error. Vivía con sus padres y sus cinco hermanos en el pueblito huancavelicano de Colcabamba. Esta aldea era, según sus palabras, como ?un estadio gigante y vacío. El valle era el gramado; los cerros, las tribunas?. Por aquellos años las casas no tenían televisores, por lo que los pequeños debían salir a buscar aventuras a la calle. Una de las empresas favoritas era espiar a los amantes.
Cierto día, Ulises husmeaba a la chica más bonita del lugar mientras se prendía del torso de su enamorado. Lo hacía sin preocuparse por las eventuales represalias del novio. Estaba acompañado por dos de sus amigos, tan fisgones y osados como él. Los tres bordeaban apenas los nueve años. Tras un momento de deleite silencioso, uno de ellos no pudo contener la emoción y dijo algo. El chico observado volteó la cabeza. ?¡A ver, vengan pa? acá!?, gritó. Y, dirigiéndose a su amada, emitió una orden insólita: ?Dale un beso a cada uno y que se larguen?. Y así fue. Rufilia, la chica, contentó a los niños, y los niños se largaron para siempre.
Esta escena quedó grabada en la memoria de Ulises Gutiérrez. En el futuro, aparecería relatada en su primera y única novela, Ojos de pez abisal. Luego de acabar la primaria, el pequeño Ulises fue a Huancayo a seguir sus estudios. Allí vivió con su hermano mayor, Jaime, de quien aprendió casi todo. A pasarse el domingo completo leyendo un libro, a trasladar canciones de longplays a cassettes, a estudiar hasta quemarse las pestañas. Jaime le habló por primera vez de Jorge Isaacs y de Supertramp, de Víctor Hugo y de The Beatles, de Emilio Salgari y de Led Zeppelin. Quién sabe si hasta le dictó sin querer la profesión que debía seguir: ingeniería. Entonces Jaime era un afanoso estudiante de mecánica en la Universidad del Centro.
Tal vez Ulises cayó en la tentación de ?novelar? el informe técnico sobre el incendio porque ya varios de sus relatos habían sido celebrados por sus compañeros de trabajo. En cierta ocasión, lo enviaron a Londres a exponer en nombre de Sedapal sobre sistemas privados de agua en pueblos jóvenes. A su regreso, redactó el típico informe institucional sobre el viaje, acartonado y farragoso. Pero, a la vez, hizo un cuento sobre la travesía. ?Repaso los discos que he comprado como un ladrón que vuelve a contar su botín?, escribió. ?Morrissey, The Smiths, Muse, Dire Straits, The Human League? Miro las calles y me pregunto qué tiene esta ciudad, este país que, para mí, ha producido los mejores músicos por kilómetro cuadrado?. Por esos días, se encontró con el presidente del directorio en el ascensor. Tras las reverencias de rigor, este le dijo con tono confidencial: ?He leído tu informe, pero más me ha gustado tu correo?. Los e-mails con los cuentos de Ulises eran un clásico en La Atarjea.
Los textos del ingeniero siempre se han basado en la realidad. Como supervisor de Sedapal, ha visitado los lugares más áridos y precarios de Lima (que son, a la vez, los más fecundos para un narrador). Algunos de estos escenarios nutrieron su libro de cuentos The Cure en Huancayo (2008), que fue incluido como lectura recomendada en los colegios de esa ciudad.
Ulises Gutiérrez se ha topado con historias fascinantes. Por ejemplo, la de esa anciana que había terminado de estudiar enfermería a los 80 años y, no contenta con ello, empezó a estudiar computación. La mujer vive en un cerro de Independencia, en una calle que figura en los planos con el nombre de ?Rómpete el alma?. ¿No es acaso real maravilloso?
?Debí haber estudiado literatura? dice Ulises sobre una taza de té. El agua hirviendo le devuelve el reflejo de un hombre apenado. El ingeniero está atrapado en su propia ficción. Si hubiera pasado la vida sólo entre libros y carpetas, no tendría nada de qué escribir.