Iván Thays
Jornada de huelga general en Madrid. Foto: gaelx
Nunca he votado por la extrema izquierda ni la extrema derecha; considero que la mayoría de escritores latinoamericanos de izquierda han sido escandalosamente sobrevalorados; los gobiernos de Fidel Castro o Hugo Chávez me causan repulsión y al Che Guevara no lo soporto ni como tatuaje de Maradona; sin embargo, hace unos días me di con la sorpresa de que me había convertido en anti-capitalista. ¿Cómo así sufrí tal metamorfosis? Simplemente, volví a ver “Avatar” y reconfirmé que era un pastiche mediocre de efectos especiales al servicio de un mensaje ecológico de cuarta. Y al parecer, según una columna publicada por el abogado Alfredo Bullard, criticar una película taquillera es un acto anti-capitalista equivalente a hacer pintas en las calles o lanzar una molotov desde una motocicleta en movimiento.
Bullard sostiene que la mayoría de escritores e intelectuales son izquierdistas aunque, irónicamente, desprecian el gusto de las “mayorías” que dicen representar porque disfrutan de los blockbuster y los bestsellers. En mi defensa, debo añadir que no todas las películas taquilleras ni todos los bestsellers me parecen malos, así como tampoco todos los fracasos mercantiles cinematográficos o literarios me parecen buenos. No sé si esta confesión será suficiente para ser eximido de ese insulto tan de moda en la prensa (que Bullard califica de “cariñoso”) que es ser considerado caviar. Por otra parte, la última vez que he reído a carcajadas no ha sido con una de esas porquerías del disforzado Adam Sandler sino con el libro descatalogado La maleta de Sergéi Dovlátov, autor ruso casi desconocido y publicado por una editorial independiente española, que quebró porque su maravilloso catálogo de autores de Europa del Este no pudo competir contra las sagas de magos escolares o vampiros teenegers. Sí pues, así de caviar y anti-imperialista resulté siendo. Quién lo iba a decir.
Alfredo Bullard como antes Diego de la Torre (a quien le dediqué un post anterior) son representantes de la llamada “cultura del éxito”, una mentalización que brotó de la cabeza de los creyentes en las bondades de la aromaterapia y ha colonizado, con evidente éxito, los cerebros de empresarios, banqueros y abogados de EEUU y todo el mundo. Este efluvio de positivismo que envuelve al país y a sus ciudadanos se explica en centenares de libros, todos ellos superventas (para ira de mi recién estrenado “anti-capitalismo”), y fundamentalmente se refiere a tener una actitud positiva ante la vida, encerrando a todos en una burbuja de buenas vibraciones donde una duda es equivalente a ser pesimista y criticar algo exitoso (léase “vendedor”) es un síntoma de negatividad que debe ser extirpado antes de que infecte la burbuja.
Como lo ha explicado muy bien Bárbara Ehrenreich en el libro Sonríe o muere (2011. Turner) cuando el mercado asume el “pensamiento positivo” y los empresarios se convierten en animadores agitando pompones, el pensar positivo no es un asunto ingenuo. En primer lugar, nunca fue tan fácil reducir personal porque ahora despedir a alguien no es dejarlo sin empleo sino darle la posibilidad de encontrar el éxito (se recomienda leer Me botaron de la empresa y ahora soy millonario) y, además, convencen al despedido de que no es una víctima del recorte presupuestal sino el culpable de su propia desgracia porque ya no se expulsa a la gente por su falta de profesionalismo o talento sino por esa carencia de optimismo que le impide atraer prosperidad y dinero a su familia y a la empresa. Otro efecto benéfico del pensamiento positivo es que el consumismo crece en sociedades lobotomizadas por libros como El secreto y las leyes de atracción. Compra lo que no puedes pagar, consume lo que quieras consumir, endéudate y sobregira tu tarjeta de crédito porque al final tu mente puede traer el millón de dólares que necesitarás para no declararte en quiebra. Obviamente, EEUU terminó en bancarrota por una suma de factores donde el pensamiento positivo fue determinante, no solo porque embaucó a los norteamericanos con la mentira de la bonanza económica y los préstamos fáciles, sino porque censuró a cualquier voz disidente. Ehrenreich comenta cómo antes de que se desate la crisis económica eran despedidos, bajo la acusación de tener pensamientos negativos, los agentes financieros que anunciaron el peligro del sobre endeudamiento.
La cultura del éxito y el pensamiento positivo crea una sensación de bienestar ilusorio cuyo fin es propiciar el consumismo, el lucro y hacer crecer el mercado (sin que eso redunde necesariamente en una distribución equitativa) de manera desmesurada y sin regulación, pues cualquier duda o crítica es considerada pesimismo, negativismo y aguafiestismo. No es de extrañar, entonces, que los intelectuales y críticos que no participan de la celebración mercantilista sean llamados “socialistones”, “caviares” o anti-capitalistas. Y es que ahora criticar o reseñar negativamente una película o un libro exitoso no tiene como objeto discutir el valor de una obra artística: es un ataque comunista que busca impedir el crecimiento del capital.
Siempre pensé que la falta de revistas dedicadas a la crítica cultural, y los cada vez más exiguos espacios dedicados a la reseña de libros, se debía a que “la cultura no vende”. Pero empiezo a sospechar que, en realidad, se trata de un plan estratégico para impedir que exista crítica literaria, cinematográfica o artística (salvo que sea elogiosa o inofensiva) que arremeta contra las obras que generan ganancias. No es que la gente le haga mucho caso a un crítico, claro está, “Avatar” seguirá consiguiendo espectadores y Paulo Coelho lectores por más que los reseñistas los manden a parir. Pero el asunto aquí es de principios: es un deber cerrarle el paso a esa negatividad obtusa, esa crítica rastrera, esos intelectuales izquierdistas que osan atacar al mercado con su tufillo de superioridad y, sobre todo, su envidia malsana por ser incapaces de generar dinero pese a su talento. O mejor dicho, de atraer hacia ellos prosperidad pensando positivamente en vez de andar de criticones.