Francisco Ferrer Lerín
Se extraña Eugenio Fernández Sánchez en su artículo "El castor en España: especie autóctona ibérica”, publicado a raíz de la reintroducción en 2002 del gran roedor en los límites de La Rioja con Navarra, de que la población peninsular, relativamente abundante hasta el siglo V y que quizá se mantuviera en enclaves favorables hasta entrado el XIX, no haya dejado huella toponímica, aunque la cita quijotesca en el episodio del yelmo de Mambrino pudiera llevar a creer que los castores fueran comunes coetáneos de Miguel de Cervantes. La explicación quizá radique en que los castores, perseguidos hasta su exterminio por su carne, por su piel y, en especial, por el castóreo, sustancia olorosa apreciada en farmacia y perfumería, no eran conocidos por el paisanaje a través del culto ‘castor’ sino por los castizos ‘befre’ y ‘bíbaro’, y por ahí hemos de buscar la huella toponímica, donde existieran ecosistemas idóneos para la especie, en el Duero y en el Ebro. Esta primavera prometo hablar con los viejos pastores castellanos y aragoneses, a ver si surge, de esas privilegiadas memorias, algún microtopónimo revelador.