Francisco Ferrer Lerín
Primero iba mi madre, vestida de calle. A su lado o, mejor, detrás de ella, algo desdibujado, iba mi abuelo Juan, “el abuelito”. Dijo mi madre ‘¿te vienes ya?’, y yo contesté, en un tono quizá desconsiderado, ‘os estaba esperando’ que, en realidad, quería decir ‘cuánto tardabais’ o, incluso, ‘qué largo se me estaba haciendo’. Parece que mi abuelo cobró protagonismo, apartó, suavemente, a mi madre para decir ‘nosotros ya nos vamos’. Miré a mi madre que, en un instante, había empequeñecido hasta extremos insospechados (mediría veinte centímetros) y, pese a su nuevo estado, fue a ella a quien pregunté si podían esperar, que yo iba a cambiarme, y no sé si me oyó. Al volver, no estaban, quizá fueran aquellos dos puntos que se perdían en el horizonte. Me sentía incómodo. La ropa me apretaba. Me levanté y, al salir del dormitorio, no encendí la luz, no quise ver el retrato del pasillo, el de la Comunión. Me horrorizó pensar que, en la foto, ya no llevaría puesto el traje. No quería descubrir lo que yo entonces realmente era, una criatura enflaquecida.