Francisco Ferrer Lerín
Pertenezco a una familia de leprosos. Sí, pertenezco a una familia de leprosos, o al menos así lo consideré durante toda la infancia. Mis primas Las Cacharritas podían bañarse en la piscina pero no su hermano que, al reblandecerse, dejaba buena parte de la epidermis, y quizá de la dermis, flotando sobre unas intensamente cloradas aguas. Hablo de la década de los cuarenta, de la piscina de la casa de veraneo de mis tíos Higinio y Consuelo (hermana de mi padre), del pueblo barcelonés llamado entonces Caldetas y de mi primo político, hijo de un hermano de mi tío Higinio . En cualquier caso, el niño, del que no recuerdo su verdadero nombre (a nivel interno era conocido por El Leproso), pertenecía de modo indiscutible al sector menos influyente de la familia. También, en aquellos años, volví a ver despojos flotando, gracias a una excursión al santuario de Lourdes organizada por el colegio de San Ignacio donde cursaba Preparatorio: sumergían a los enfermos en unas sombrías piletas que, quizá por eso, por el color mate de la superficie, permitían ver las pústulas y otras excrecencias arrebatadas de aquellas pieles amarillentas. Finalmente, el balneario de La Puda de Montserrat, ahora en ruinas, fue el tercero y definitivo escenario en el que se me permitió ver tamaño espectáculo: mi abuela materna Carmen tomaba las aguas y, en una visita dominical realizada con mi padres, aproveché el sopor en que los adultos se sumían tras la copiosa y renombrada comida para escaparme del férreo control y recorrer a la carrera el laberíntico edificio hasta llegar extenuado a una especie de galería que, como los anfiteatros de los quirófanos, permitía observar la zona de baños en la cual, en ese momento de lógica ausencia de bañistas, unas empleadas, que por su atuendo me parecieron monjas, pasaban sobre el agua inmóvil unos artilugios con los que recogían como cáscaras de fruta que iban echando dentro de pequeñas palanganas.