Francisco Ferrer Lerín
Cuenta Roberto Calasso, en El Cazador Celeste, que los tebanos sufrían el acoso continuado de un zorro que moraba en las espesuras del lugar de Teumeso. Parece que el enflaquecido cánido, poseído por un estado de hambre permanente, acechaba con saña y mataba a quien con él se cruzara. Quizá para atemperar su furor recurrieron al sacrificio; cada mes, de anochecida, abandonaban a un niño en las puertas de la ciudad para que la bestia colmara su tenaz apetito, y digo quizá, porque el sacrificio ceremonial, el rito periódico para aplacar toda clase de desórdenes insuperables, formaba, ya entonces, parte principal del catálogo de ocupaciones placenteras del ser humano.
El relato es débil, la figura del raposo, aunque algunas fuentes lo tildan de gigantesco, no es suficiente para encarnar la fiera que, según se dice, amenaza con devastar un cuerpo extenso, el planeta entero, empeño por el cual el lector reclama, de modo urgente, la figura del lobo. Sin embargo, un intento, puede que triunfal, encaminado a solucionar este problema, se sustancia al considerar al zorro de Teumeso como gran foco del mal, como origen único del mal que no puede mitigarse, del mal que reside en el destino inexorable del zorro, en su condición de predador que nunca será predado.
Hoy, he visto al zorro del lugar de Teumeso. Amanecía, humeaba la escarcha, y un nervioso, rápido, críptico animal, ha cruzado al trote, descendiendo de los bosques de la umbría de Monte Pano, el campo abandonado que hoy ya nadie recuerda que se llama Ibor. El zorro se ha detenido, unos segundos, me ha lanzado su mirada, y el brillo de sus ojos ha revelado que portaba el mal, que una ofrenda de cuerpos humanos, sin duda cuerpos de ancianos, más accesibles que cuerpos infantiles, podría calmar su inclinación al flagelo cósmico, evitar que siguiera ejerciendo su oficio, tan antiguo, eficaz e inmisericorde.