Esta es la vida que tú quieres. La gente es tan atenta en el hotel. Te saludan juntando las manos, como si te rezasen. Y todos están dedicados en cuerpo y alma a que tu estadía aquí sea perfecta: la chica que te dio el masaje completo, el joven que se te acerca en la piscina a ver si necesitas una toalla, el chofer que ajusta el aire acondicionado según tus preferencias… Incluso la recepcionista te cobra con una sonrisa. Tú no has viajado para conocer Tailandia. Has viajado para ser rico por unos días.
Y aquí es fácil. Con lo que cuesta una cena en Chiang Rai, en Europa te pagas dos cervezas. Tu grito de batalla es “qué bonito, déme dos”. Hay tantas cosas lindas por tan poco dinero, que no paras de comprar. Cada vez que preguntas por dónde puedes pasear, alguien te da la dirección de un mercado. Y en esos mercados no sólo hay adornos tradicionales, sino también falsificaciones perfectas de marcas famosas: puedes comprarte unos zapatos “de Prada” por 12 euros, un pantalón “Diesel” por nueve, un cinturón Armani por seis (el cinturón en Europa cuesta 246).
Después de una tarde de compras, no sólo vives como un millonario. Te ves como uno. Un millonario falsificado, pero a fin de cuentas nada aquí es especialmente real. En el templo budista de Chiang Mai, encuentras a un grupo de tiernas niñas vestidas con trajes tradicionales y te acercas para hacerles una foto. Al verte, empiezan a entonar lo que parece una canción religiosa. Sospechas que es una tonada para saludar al visitante y desearle felicidad. Pero el guía te traduce:
-Tómenos una foto por sólo 10 bahts.
Sonríes conmovido por la dulzura de esas pequeñas y continúas tu viaje. Lo siguiente es el teatro de los elefantes. Los paquidermos levantan troncos y patean pelotas de fútbol. Uno de ellos pinta un florero con la trompa. En algún momento, uno de los domadores le da un porrazo en la cabeza a un elefante. Con ecológica indignación, preguntas:
-¿Por qué hacen eso?
El domador te explica que al elefante no le duele en realidad. Prefiere no responderte la verdad: “porque tú pagas para que estos animales hagan gracias, y la única manera de entrenar a todos los animales es a golpes”. Tu conciencia ecológica se siente aliviada, y se maravilla cuando el elefante te hace una reverencia para pedirte un plátano. Luego te subes en el lomo de uno de ellos. A lo largo del camino, los indios lisu han levantado tiendas de Coca Cola a la altura de los lomos de los elefantes. Son las tiendas de Coca Cola típicas de la Tailandia milenaria.
Al día siguiente, visitas la aldea de una tribu akha, de origen tibetano. Como llegas demasiado temprano –antes de las ocho de la mañana- la gente aún va vestida con camisas y pantalones. Sólo conforme se corre la voz de que hay un turista en el pueblo, se empiezan a poner sus trajes típicos. Alguna vez, sus bellos tocados decorativos fueron de plata. Pero al acercarte comprendes que están hechos de aluminio. En cambio, la tribu de las mujeres jirafa es más directa: si quieres entrar a su pueblo, te cobran la entrada.
Tú tomas fotos de todo. Eres el colonizador, el explorador, el primer hombre blanco que pisa este territorio auténticamente virgen. Y luego de unos días, regresas a tu oficina a pasar todo el resto del año. Y ellos también. Porque en realidad, los domadores y los indios no son pobres. La mayoría son gerentes de transnacionales y directivos de empresas petroleras. Viajan, como tú, para vivir experiencias distintas de su aburrida vida de limosinas y hoteles de cinco estrellas. Y después regresan a su oficina, que está justo arriba de la tuya, y a sus habitaciones que son como tu suite, y se ponen camisas igualitas a tu Carolina Herrera, aunque eso sí: han costado más –mucho más- de cinco euros.