Vengo de una familia de esas que se destruyen y se rehacen: mi padre se casó tres veces y mi madre dos, y cada uno de sus cónyuges ha aportado vástagos nuevos. En este momento, si me preguntan cuántos hermanos tengo, la respuesta es una cifra variable entre una y siete. Para dar un número más preciso, es necesario definir hermano como hijo del mismo padre y la misma madre (1), hijo de uno solo de los padres (1) o hijo de las parejas de los padres sin vínculos de sangre conmigo (5).
Mucha gente parece sentir compasión cuando explico cómo es mi familia. Algunos consideran que esa variedad es disfuncional, anormal o simplemente triste. Pero a mí nunca me ha parecido así. Todo lo contrario, yo tengo más gente a la que puedo querer. Tengo hermanos a la carta, y con muchos de ellos me he ahorrado la parte en que nos peleamos por los juguetes. Ellos han llegado directamente en la edad en que nos vamos juntos a tomar unas cervezas. Y poder contar con ellos y con las parejas de mis padres es siempre reconfortante, e incluso divertido, aunque haya costado rupturas, adaptaciones y sorpresas. Yo suelo decir que somos felices, pero hay que ver lo que nos ha costado.
Pensé en eso mientras veía Transamérica, la película de Duncan Tucker por la que Felicity Huffman fue nominada a un Oscar. La familia que describe la película es algo así como la pesadilla de un conservador: el padre es un transexual, el hijo es un prostituto gay y la tía es una alcohólica en recuperación. Pero el personaje más chirriante es la abuela, con su casa con piscina, su flotador en forma de delfín, su pelo teñido de rubio y sus hormonas en el botiquín. Una mujer que ha dedicado toda su vida a comprar signos exteriores de felicidad. La abuela de esta familia es un chillón ejemplo de lo anormal que es la normalidad.
Las historias familiares –lo quieran o no- presentan modelos de relaciones humanas. La típica sit com familiar americana muestra familias que se enfrentan a un problema cotidiano, lo resuelven conversando y al final aprenden una lección sobre la vida. Por lo general, esa lección implica que “el problema”, la anormalidad, la duda, es borrado de sus vidas, y todo vuelve a la normalidad.
Transamerica discurre en sentido opuesto. Los conflictos familiares se resuelven cuando los personajes son capaces de aceptar a los demás sin tratar de cambiarlos. Y no es tan fácil. Todos sentimos que nuestros hijos y hermanos llevan una parte de nosotros mismos, de modo que si se apartan de nuestras expectativas, nos parece que algo funciona mal en nosotros. Además, con tal de no admitirlo, somos capaces de no ver la realidad. Preferimos ver el modelo de la sit com. Es más fácil de digerir, a pesar de ser falso, o quizá precisamente por eso.
La frase más hermosa de la película es la de la protagonista, cuando dice algo así: “lo único que pido es que un día, por una vez, me miren a la cara y me vean a mí. Sólo eso”. Quizá con eso baste para ser feliz.