El libro de Rebecca Goldstein Incompleteness comienza con la imagen de dos hombres paseando por los alrededores de la universidad de Princeton en los años cuarenta. Mientras caminan, conversan sobre fundamentos de física y matemática. Es tal su prestigio que muchos profesores de la universidad matarían por escuchar esos diálogos. Pero sobre todo, y a su extraña manera, los dos hombres se aprecian de un modo personal. Uno de ellos es Albert Einstein, que una vez escribió que la única razón que lo animaba a asistir a sus cursos era la posibilidad de sostener esas conversaciones en el camino. El otro es el matemático Kurt Godel que, tras la muerte del autor de la relatividad, nunca pudo encontrar un oído más comprensivo.
El trabajo de Godel es uno de los más breves de la matemática moderna. Su tesis doctoral no tenía más de once páginas, y aparte de ella apenas publicó algunos artículos sueltos. Pero bastaron para dar un mazazo a nuestro concepto de la verdad. Godel es recordado especialmente por los llamados “teoremas de incompletitud” que sostenían que en todo lenguaje matemático hay fórmulas que no pueden resolverse con los recursos de ese lenguaje. Es decir que incluso la aritmética, que todos consideramos una verdad absoluta e indiscutible, está incompleta.
Lo mismo ocurre en realidad con todos los lenguajes complejos, incluso con nuestro lenguaje hablado. Por ejemplo, la frase: esta oración es falsa. Si es cierta, esa oración debe ser falsa. Pero si es falsa, no es cierta. No hay salida a ese contrasentido lógico. En matemática también es posible formar ese tipo de construcciones, que se reconocen como correctas sintácticamente pero no tienen sentido ni solución.
Quizá conocer esa peculiaridad cambie muy poco en nuestra vida cotidiana, pero cambió la historia. A principios del siglo XX, en la Austria de Godel, un grupo de filósofos llamado “el círculo de Viena” y otros como el inglés Bertrand Russell buscaban un lenguaje cien por ciento fiable que pudiese dar cuenta de la realidad sin fisuras ni lugar a dudas: en un mundo en que Dios había muerto, ellos buscaban el lenguaje de la naturaleza. Despreciaban la metafísica, la filosofía y las ciencias humanas, que consideraban subjetivas y a menudo ininteligibles. Y empezaron a buscar ese lenguaje en las ciencias exactas como la física y la matemática.
La teoría de la relatividad de Einstein demolió esa ilusión haciendo ver que nuestro lenguaje siempre dependería del lugar del observador en el universo. La mecánica cuántica le asestó un golpe mortal al postular que, en última instancia, los movimientos de las partículas dependen del azar. Y Godel descerrajó el tiro de gracia al acabar con la infalibilidad de la matemática. A pesar de nuestros esfuerzos, somos humanos. Nos está vedado lo perfecto y lo infinito.
Pero según su biógrafa Goldstein, Godel no aceptaría esa conclusión. Al contrario, él creía en una verdad absoluta, y consideraba que sus investigaciones matemáticas daban pasos en esa dirección. Esa fue la gran paradoja de su propia vida. Godel era un exiliado del Tercer Reich, pero también era un exiliado de este mundo caótico. Creía –necesitaba creer- en un mundo de las ideas que fuese ordenado y perfecto. Y sin quererlo, ayudó a acabar con él.
Y también acabó consigo mismo. Hacia el final de su vida, Godel se declaró incapaz de entender los trabajos de los lógicos modernos y fue víctima de paranoias y depresiones extremas. Asistía a la universidad con una máscara de esquí para no respirar el “ambiente contaminado” de Princeton. En la creencia de que alguien quería envenenarlo, dejó de comer. Murió en 1978, pesando 30 kg. Su certificado de defunción atribuye el deceso a la “desnutrición e inanición” producto de un “trastorno de la personalidad”. Quizá ese sea el precio de conocer el lenguaje completo y perfecto de Dios.