Eduardo Gil Bera
En la primavera de 1843, el Zeitung für die elegante Welt, periódico dirigido a un público adinerado y culto, publicó en exquisitas porciones Atta Troll de Heine. En la obra aparece un personaje llamado Bandidoski, que se hace escritor después de haber sido paladín del pretendiente don Carlos en la guerra de España. Y antes de que llegase la calor, cuando los trigos encañan y se pasa el arroz, el predicador Karl Marx, joven aspirante a todo, viajó a París, se presentó a Heine y, tras darle coba, le preguntó por la identidad de Bandidoski.
Heine le explicó que ése era el apodo que adjudicaba al príncipe Felix Lichnowsky, legitimista reaccionario que tenía el descaro inmenso de escribir artículos en francés y alemán, hazaña hasta entonces exclusiva del propio Heine, y, lo que era peor, los dos últimos años había publicado en Alemania dos libros de éxito, uno sobre sus andanzas en la Guerra Carlista y otro sobre su viaje a Portugal.
Para más desdicha, la condesa Ida de Bocarmé, musa de Balzac, había traducido y preparado la edición francesa de los recuerdos españoles de Lichnowsky, dos tomos en octavo, con florones y letras de oro, que Heine no podía ver en las librerías de París sin la natural indignación poética.
Para amortiguar sus penas, el poeta solo disponía de una pensión gubernamental que le asignó François Guizot, ministro de todas las cosas y algunas más. Este Guizot fue un precursor de la política moderna. Si acaso, desde la perspectiva de la moda actual, se le podría achacar el ser demasiado explícito. En una intervención ante la Cámara de Diputados, durante un debate sobre los fondos secretos, dijo: “Señores, no hay que ser anacrónico. Lo más peligroso en asuntos de gobierno es el anacronismo. La conquista de los derechos políticos y sociales fue un asunto de sus padres. Pasemos a otra cosa. A ustedes les toca usar esos derechos. ¡Enriquézcanse!”
En Francia regía el absolutismo atenuado por la oratoria. El censo electoral era un club de ricos y, como compensación, se habían democratizado la pobreza y la hambruna. Austria era feudal. Y Prusia estaba muy avanzada; ya se parecía asombrosamente a la de cien años después, con quema de libros y persecución de los judíos.
Como huésped distinguido del régimen francés, Heine podía esperar, o hacer que esperaba, una revolución en Silesia o Berlín. Lo que no imaginaba es que una serie de mítines a favor de la ampliacion del censo electoral acabara por provocar algo gravísimo en Francia. No el cambio de régimen; porque todo aquello de Luis Felipe o Napoleón III, Monarquía, República o Imperio, digámoslo claro: ¿a quién le importaba? Lo verdaderamente terrible fue que, tras revolución de febrero de 1848, los republicanos fisgaron en los archivos del gobierno Guizot, y salió a relucir la pensión de Heine, pagada con los fondos secretos, que algunos malintencionados llaman “de reptiles”. ¡Se publicó en periódicos franceses y alemanes!
Un disgusto horroroso. Al tiempo que publicaba una réplica en el Ausburger Allgemeine Zeitung, Heine se desplomó en el museo del Louvre, ante la Venus de Milo: “Largo tiempo yací a sus pies y lloré tan amargamente que una piedra se hubiera apiadado. También la diosa me contemplaba desde lo alto, pero al mismo tiempo tan desconsolada como si quisiera decir: ¿no ves que no tengo brazos y no puedo ayudar?”
La esclerosis múltiple, que en la terminología de la época se llamaba sífilis atrapada en la época de estudiante disoluto en Götingen, pasó a mayores. Y el atribulado pensionista se encamó para el resto de sus días. No escribió más de política. Estaba medio ciego; pero el mal sueño de la pensión puesta en la picota no se le iba de la vista. Se justificó en breve y en largo. Todavía en 1854, el penúltimo agosto de su vida, escribió una “Explicación retrospectiva” donde se quejaba de parecer rico y no ser creído cuando hablaba de su necesidad dineraria, porque los filisteos ignoraban al gran Cervantes, quien dijo que un poeta nunca miente en cosa de parné, que además no era mucho, sólo el trozo de pan de un poeta alemán comprometido con la revolución. Y, otra cosa, justo a su lado, en la lista de pensionistas secretos, salía Godoy, Príncipe de la Paz y enchufado de Fernando VII —a quien, por cierto, se la daba con su augusta señora, y eso no lo decía por nada en especial, sino por llevar siempre la verdad por delante—. Bien, ¿es que nadie lo había visto? ¿Por qué se metían con él y no con ese Godoy, que era un reaccionario? Él, que ya denunció antes que ninguno la corrupción de Guizot, había tenido que contener a Marx y los colegas del Neue Rheinische Zeitung, para que no replicaran fieramente, de tan indignados que estaban por la maldad que le hacían. Porque, sépase de una vez, la pensión del poeta era para sostener a los pobres camaradas del partido comunista.
La gente ni se acordaba de aquella historieta de la pensión, ya más vieja que la peluca de Lafayette. Pero Heine no sólo insistía, sino que comprometía a Marx y al partido comunista como falsos testigos, con lo que se arriesgaba a quedar aún más en evidencia.
La pensión de cuatro mil ochocientos francos –cuando una obrera ganaba veinte al mes y una familia proletaria de cuatro miembros gastaba cada día, sólo en pan, la mitad de sus ingresos– le suponía a Heine poco menos que el chocolate del loro. Pero estaba persuadido de que si todo el mundo, desde donde florece el limonero hasta donde se pasman los pajaricos, se creía que aquél era el único dinero del poeta, el otro, el montón principal, quedaría a salvo. No se lo quitaría nadie. Suyo para siempre. Y así fue. Pero no para siempre, sino hasta el 17 de febrero de 1856, día en que perdió su absoluta desconfianza en todo el mundo.
Esa desconfianza no le impidió escribir las más bellas canciones y poseer la mejor prosa de su siglo. ¿Impedir? Escribía así gracias a ella.
Aquel Bandidoski que creó para desquitarse de Lichnowsky tuvo su particular periplo poético, cinco años después de ser creado por Heine.
En mayo 1848, los predicadores Karl Marx, Friedrich Engels y Georg Weerth, que venían de actuar con gran éxito en Bruselas y Londres, se reunieron en Colonia, donde regía el Código de Napoleón y, en consecuencia, había libertad de prensa. Con tan fausto motivo, fundaron el Neue Rheinische Zeitung, periódico marxista auténtico. Weerth, que era poeta aunque fingía ser agente comercial, se hizo cargo de la sección de entretenimientos y comenzó la publicación de “Vida y hazañas del famoso caballero Bandidoski”.
Bandidoski, soseras cara de corcho, aristócrata de entendederas gallináceas, viaja a España donde gobierna el rey don Paquo, empeña el reloj en Pampeluna y protagoniza otros melonadas igual de divertidas para nutrición intelectual del proletariado.
Todos los lectores sabían que Bandidoski era el príncipe Felix Lichnowsky, diputado por el distrito de Ratibor en el parlamento de Frankfurt. El propio Weerth explicaba, en un episodio del folletín, que el apodo y el personaje salían en Atta Troll, la obra de Heine.
El 18 de septiembre de 1848, el diputado Felix Lichnowsky y el general Hans Auerswald fueron cazados y asesinados en Frankfurt por los revolucionarios de las barricadas. El folletín con las sandeces de Bandidoski siguió publicándose en el Neue Rheinische Zeitung, hasta el año siguiente. En 1850, Weerth fue juzgado por difamación del asesinado Lichnowsky. En el juicio, el acusado sostuvo que era como si se procesara a Cervantes por difamar a don Quijote. Los jueces no fueron sensibles a la excelente comparación y lo condenaron a tres meses de cárcel.
Desengañado de las ingratas labores poéticas y quijotescas, Weerth retomó su disfraz de comisionista y viajó a España, Portugal y Sudamérica; por fin, puso rumbo a América Central, a fin de ofrecer sus servicios a Faustino I, emperador de Haiti, totalmente negro y analfabeto, que demostraba ser tan capaz para gobernar mediante la corrupción y el terror, como si hubiera sido blanco y poeta de toda la vida. Los aduaneros haitianos no dejaron pasar a Weerth porque tenia mal color y, en efecto, poco después murió en La Habana de fiebre amarilla.
Julius Campe, editor de Heine y Marx, publicó en 1849, en formato de libro, los episodios gaceteros de Bandidoski. En 1883, Engels seguía recomendando esa obra de Weerth, “primer y más importante poeta del proletariado alemán”. Y, pasada la Segunda Guerra Mundial, el libro se reeditó cinco veces en la Alemania comunista.