Skip to main content
Blogs de autor

Un cordobés influyente

Por 5 de agosto de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

El principio dinástico, que muchos creen antiguo, y hasta eterno y natural, es advenedizo y esporádico si se considera en una perspectiva comparatista de las diversas modas de herencia, transmisión y acceso al poder. El historiador Burckhardt llamó sultanismo a la situación de los emperadores romanos que, a semejanza de los sultanes otomanos, no se podían sentir seguros en medio de sus hermanos, hijos, tíos, sobrinos y primos, todos presuntos herederos, si no se ayudaban a tiempo con los asesinatos convenientes. Más tarde, Weber aplicó el término sultanismo a una forma extremada de dictadura personalizada, donde la plana mayor del dictador está compuesta de “camaradas” convertidos en “súbditos” de estricta lealtad. 

Entre los romanos, solía suceder que las liquidaciones preventivas dejaban el paisaje tan despejado de parientes, que el emperador se veía forzado a recurrir a las adopciones para asegurar el futuro del imperio bajo su dinastía, y permitir la continuación de los asesinatos. Y, para que la confusión hereditaria no decayera, todavía estaban en vigor reminiscencias de la transmisión matrilineal, y había usurpadores que se legitimaban mediante el matrimonio con viudas de emperadores. Hubo un Procopio que se apoderó de la hija menor de Constantino, que era una niña, y obtuvo así la ayuda de los godos, que consideraban legítimo ese proceder.

El emperador tenía el poder en nombre del senado y el pueblo, pero en realidad siempre era cosa del ejército. Hasta la lengua latina lo dice, donde “populus”, en sentido estricto, significaba “grupo que esgrime lanzas”.  Asegurarse la lealtad de gente que esgrime lanzas exigía ser un jefe venturoso y afortunado, con fama de tener suerte. Así era Constantino, quien después de liquidar a los corregentes de los cuatro puntos cardinales, a su hijo, su cuñado, su segunda esposa y otros transeúntes, se hizo con la púrpura imperial.

 

Desde la guerra con Magencio en 312, Constantino usó una imagen simbólica que presentaba el monograma , compuesto de las letras X y P entrelazadas, que son las iniciales griegas de Cristo (ΧΡΙΣΤOΣ) y de oro (ΧΡΥΣΟΣ) —y más en especial, las de “oro fácil” (ΡΑΔΟΣ ΧΡΥΣΟΣ)—. Constantino apreciaba particularmente la ambigüedad y el equívoco del símbolo. El monograma polivalente se inscribió en un gran estandarte rodeado de oro y pedrería, y durante los combates se confiaba a una guardia especial, incluso se le dedicaba una tienda propia. Es importante observar que el emblema de la suerte se dirigía al ejército, no a la población. 

Después de la victoria contra Magencio, el senado y el pueblo  acordaron, entre otros honores, la construcción de un arco de triunfo en honor de Constantino, para el que se aprovecharon los mejores fragmentos del dedicado a Trajano. Era sabido que Constantino, con los celos naturales de su profesión, llamaba a Trajano “musgo de las paredes”, por las muchas inscripciones que eternizaban su nombre. Cuando Constantino vio la inscripción del arco que ensalzaba su triunfo contra el tirano y su partido, hizo sustituir la expresión “por señal del sumo y óptimo Júpiter”, y poner en su lugar “por inspiración de la divinidad”, que reflejaba mucho mejor la necesaria ambigüedad.

Una vez que hizo ejecutar a su hijo Crispo, su esposa Fausta y su cuñado Licinio, con el agravante de perjurio, porque les echó mano mediante el juramento de que no los mataría, Constantino temió que fuera necesario algún tipo de purga, expiación o ceremonia, para que su famosa suerte no le abandonara. Se dirigió al neoplatónico Sopater, quien le dijo que su sistema carecía de sistema expiatorio para tales crímenes, con lo cual reconocía lo obsoleta y esclerótica que era su religión, temerosa e incapaz de fichar a tan poderoso matador y su séquito, consistente en todo el imperio romano.

 

En ese momento intervino el personaje que el historiador Zósimo llamó “egipcio de España”, y que logró aproximarse al emperador por contactos que tenía entre las damas de la corte. Por “egipcio” hay que entender “mago” o “sabio”, que es el sentido que tenía la palabra en griego desde los tiempos de Platón. Como Zósimo explicaba la caída del imperio romano por haber abandonado el culto a los viejos dioses, procuraba una presentación de ese mago español anónimo como una especie de proxeneta cínico y vendedor de detergentes que convenció a Constantino de que el cristianismo podía limpiar toda clase de manchas y consiguió así el fichaje estelar que necesitaba aquella religión pérfida.

Los historiadores han identificado al mago anónimo como el obispo Osio, natural de Córdoba, porque era el único hispano de quien se sabe que estaba presente en la corte de Constantino por aquellas fechas.

El nombre de Osio es griego (hosius, que significa santo), lo que da idea de lo preparado que venía para su oficio. Aunque leía y entendía el griego, Osio no lo hablaba con soltura y en el concilio de Nicea se explicó por intérpretes. Parece que acudió a la corte imperial llamado por el propio Constantino, lo que sugiere cierta fama previa.

Estuvo en Alejandría, adonde acudió para reconducir la herejía arriana, y conoció entonces a Calcidio, destacado hombre de letras, al que nombró su archidiácono e intérprete de confianza. En el concilio de Nicea, el obispo Osio fue presidente nato y representante del emperador, y fue donde tuvo lugar su hazaña más señalada al definir el principio de consustancialidad en la profesión de fe cristiana. También es significativo de la autoridad que ejercía Osio en materia de dogmas y definiciones el hecho de que las actas del concilio de Sardis presenten el original en latín y la traducción en griego (cuando lo usual era lo contrario), y empiecen con estas palabras: “Osius episcopus dixit…”, para terminar:  “Synodus respondit: placet”.

Cuando murió Constantino, Osio tenía más de ochenta años y volvió a su episcopado de Córdoba, según Isidoro de Sevilla. Allá vivió hasta cumplir los cien y murió de un mal aire que le dio cuando iba a desterrar al santo obispo de Málaga, quien le echó un conjuro de rebote, de modo que cuando Osio iba a pronunciar sentencia se le torcieron la boca y el cuello, y cayó al suelo, bastante muerto.

Otra versión más coherente dice que el emperador Constancio, en aplicación del sultanismo habitual para liquidar contendientes y restos de serie, lo obligó a firmar contra su gran invención del concilio de Nicea, y Osio murió a consecuencia de los malos tratos recibidos en la deliberación. En cualquier caso, tenía cien años cumplidos. En su lucha con emperadores y herejes, fue perseguido por Diocleciano, elevado a la más alta asesoría por Constantino, y ejecutado por Constancio.

 

Aparte de lograr introducir el cristianismo en la cabeza del imperio, lo cual condicionó la historia universal, la hazaña más interesante de Osio consistió en ordenar la recopilación del Corpus Hermeticum, probable labor del erudito Calcidio, que una vez redescubierto y traducido en el Renacimiento por Marsilio Ficino para su patrono Cosimo de Médicis, fue considerado como prueba y preparativo del cristianismo por finos analistas como Pico de la Mirandola.

También planeó Osio traducir al latín el Timeo de Platón, pero al final se lo encargó a Calcidio, quien le dedicó su versión, distinguida en la historia de la filosofía por ser el único libro platónico conocido hasta el Renacimiento. Una buena parte del comentario de Calcidio está centrado en la demonología y presenta la primera traducción al latín del término “daimon” como “daemon”.

Hay que ver adónde nos hemos ido. No se sabe mucho más de Osio, el cordobés más influyente en la cultura occidental, después de Séneca.

 

 

profile avatar

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Obras asociadas
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.