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Un comisario de policía

Por 6 de diciembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Me gustan los diarios y memorias de la gente sin pretensiones literarias. Los que manufacturan los del oficio suelen estar casi siempre limpios de interés y chispa; porque con una rutina lamentablemente profesional, no pasan por alto ninguna ocasión de falsear lo humano y devaluar lo literario. Cualquiera que escribe ya nos cuenta su vida, y es mejor que no insista en hacerlo “de verdad”. Ahora mismo, sólo se me ocurren dos autores que salgan con gracia del barro autobiográfico, De Quincey y Hume. 

Se ve que hace tiempo me debí dedicar a comprar diarios y memorias de gente sin relevancia, porque veo en la zona de deslomados y levemente desguazados, unos cuantos volúmenes del género. El material da para comparar el engrudo de las memorias de un personaje significado, como el cardenal de Retz, con la gracia impremeditada y el valor humano que surge a veces en el diario de una criada.

Madame du Hausset, por ejemplo, que era “femme de chambre” de la Pompadour, dejó un diario que rodó de mano en mano hasta su publicación en el típico surtido decimonónico de “Mélanges”. Con una fidelidad de tono mate, y un desconocimiento incontestable del arte literario, los apuntes muestran a ratos la sencillez y la emoción que falta con rara unanimidad en los “chroniqueurs” de su tiempo. Está redactado en 1770-80, quizá por emulación de Madame de Caylus, que publicó entonces sus memorias exitosas. Otra obra del mismo género es el diario del comisario Narbonne, recopilado y editado en 1866, sus entradas van de 1701 a 1746 y trazan una visión curiosa de la peculiar población que se creó en torno al castillo que Luis XIV hizo edificar en Versailles. La ciudad quedó abandonada cuando el Regente se llevó a Luis XV a Vincennes, y los apartamentos vacíos atrajeron a una tropa de malhechores y mendigos. Entonces fue cuando el gobernador nombró comisario de policía a Narbonne, hasta ese momento ujier y escribiente anodino que llevaba un diario personal desde 1701. El texto contiene toda suerte de notas, cabos de conversación, biografías, rumores y reflexiones propias y ajenas. 

Narbonne no tiene a los jueces en gran consideración: “En otro tiempo eran espadas desnudas que se hacían temer por los malvados; ahora se han convertido en vainas vacías que no buscan más que llenarse con el dinero de las partes. Los gastos de justicia son enormes y además no se puede hacer terminar un proceso sino a fuerza de dinero.” Tampoco le gustan los grandes señores, ni los cortesanos que habitan el castillo versallesco. Tiene un pique personal con la nobleza y se venga burlándose de su conducta. Ni siquiera el rey Luis XIV está a salvo de sus críticas: “Ese mismo día [de su muerte] se anunció una disminución del valor del luis de oro que se vio reducido a catorce libras (en vez de veinte). Él quiso que se dijera que con su muerte se perdía. Pero muchas personas se alegraron de la muerte de ese príncipe y por todos lados se oía música de violines.”

Después de los grandes señores, son los médicos y curas quienes atraen los sarcasmos de Narbonne. Su descripción de la muerte del emperador  Carlos IV de Alemania documenta uno de tantos casos en que una indigestión fue tratada con el sistema terapéutico Diafoirus, consistente en sangrar y purgar, y luego purgar y sangrar, hasta la extinción total del paciente. 

El médico de los hijos del rey, un gascón llamado Bouilhac, obtuvo su puesto gracias a un poderoso de quien “visitaba el orinal todas las mañanas”. Según Narbonne, era un aventurero ignorante que, cuando la tercera hija de Luis XV enfermó, la trató a base de sangrías, heméticos y cochinillas rojas (que se administraban como astringente), para rematarla con ventosas. La niña tenía cinco años.

Su idea de los curas y derivados queda ilustrada en esta frase: “Llamaban a su padre el evangelista, porque jamás decía la verdad.”

A Narbonne se deben los primeros censos fiables de la población versallesca. Cuando Luis XV volvió en 1722, el comisarió calculó que había cuatro mil príncipes, señores y privilegiados, que vivían en el recinto del castillo. Parece increíble que semejante turbamulta pudiera alojarse allá, pero las cifras estadísticas de población por barrios que ofrece Narbonne se han contrastado como exactas, de modo que también las relativas a la zona noble debían serlo con toda probabilidad. También sabemos por su diario que Luis XV pasaba más de la mitad de sus noches fuera de Versailles.

Cuando nacía un vástago regio, Narbonne estaba encargado de advertir a los buenos burgueses de la ciudad y de invitarlos a celebrar el evento y empavesar sus mansiones. El día que nació el primer varón, 4 de septiembre de 1729 a las tres horas y cuarenta minutos de la noche, la alegría fue inmensa: “una vez que la reina fue refajada y repuesta en su cama, se le anunció el sexo del niño. El rey la besó, le dio las gracias por el precioso regalo que acababa de hacerle, y se fue a dormir.” Narbonne, por su parte firmó una orden que se proclamó y tamborreó por toda la ciudad. Todas las personas de cualquier calidad y condición debían hacer fuego ante las puertas de sus casas e iluminar sus ventanas a la ocho de la noche. Tales fiestas y luminarias debían continuar durante tres días. Los obreros le cogieron gusto al jolgorio y se tomaron una semana, y luego otra. Llegaban en bandadas a las ventanas del rey y berreaban ¡Viva el rey y el señor Delfín! Luis XV se dejaba ver y hacía repartir algunos luises y ducados. Por fin, el primer ministro se cansó y alarmó, de modo que Narbonne tuvo que dar otro bando ordenando el fin de los festejos y el reinicio del trabajo, y el que más trabajó fue el señor comisario haciendo cumplir el nuevo bando.

También se encargó del misterioso caso de los desagües que los astutos burgueses hacían comunicar clandestinamente con los de palacio, de modo que pronto hubo un atasco general y la creación espontánea del estanque de Clagny que exhalaba un pestazo insoportable para la propia población que lo sustentaba con lo más escogido de sus detritus.

El invierno de 1739 fue muy duro. Heló durante 62 días y las calles estaban intransitables por el hielo. Como los pobres se morían a montones, el rey y el primer ministro Fleury decidieron emplearlos como rompehielos urbanos para que tuvieran algún recurso. Narbonne estaba encargado de dirigir la operación y compró el utillaje necesario. Así trabajaron más de quinientos pobres a 0,75 francos al día. Pero ocurrió que el ministro olvidó financiar el gasto. Con una imprudencia que le honra, Narbonne adelantó los primeros fondos. Al quinto día, el ministro de Finanzas rechazó los pagos porque no estaban en el presupuesto. Narbonne tuvo luego todas las dificultades del mundo para recuperar su anticipo. Siempre ha habido buenos funcionarios.


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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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