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Sexo explícito

Por 25 de octubre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

El dramaturgo Marivaux decía que el estilo tiene sexo y que él era capaz de reconocer a una mujer sólo con leer una frase. Y un hombre tan agudo nunca notó que Las memorias del conde de Commninges, El sitio de Calais y Las desgracias del amor, tres novelas de grandísimo éxito atribuidas a los señores Argental y Pont de Veyle, ambos mediocres actores y fatuos hasta el ridículo, eran obra de su tía, la marquesa de Tencin, cuyos juicios y forma de escribir el señor Marivaux se preciaba de conocer “a la perfección”. Nadie sospechó la verdadera autoría de esos libros; ni el experto conocedor del sexo de las frases, ni el resto de los literatos que fueron víctimas de la acerada crítica de la marquesa. Si hubieran sabido quién las escribió, se habrían apresurado a encontrar las novelas pésimas y típicas de dama pedante.

La marquesa de Tencin era implacable y llegó a hacer una crítica displicente del suicidio de su amante, el señor de Fresnaye, que se voló la sesera en plena tertulia de su salón. Se limitó a comentar: “¡Este hombre, siempre tan pesado!”

De las piezas teatrales del señor Marivaux, la marquesa de Tencin decía que todas tenían “enredo de punto bobo”, porque las damas y los caballeros siempre se enamoraban de quien debían, según su rango y situación, y, desde la lectura de la relación de personajes, eran previsibles las bodas finales. 

El señor Marivaux se hubiera ofendido terriblemente. Él consideraba que disfrazar de criada a la dama protagonista, avisando con antelación al público y a todos los personajes, salvo al galán, también disfrazado de criado, y hacer que se enamorasen de esa guisa para casarse al final, era el colmo del ingenio y la sutileza analítica, algo inalcanzable para las escritoras.

En aquellos tiempos de los pelucones, también el señor Giacomo Casanova gozó de gran reputación como conocedor de las mujeres. Toda la Europa culta y galante aguardó su veredicto cuando se supo que había cenado con el caballero d’Eon, en casa del conde de Guerchy, embajador de Francia en Londres.

El caballero d’Eon era entonces el agente secreto más conocido del mundo. Se aseguraba que era una mujer, aunque también se sostenía lo contrario. Hacía veinte años que en Londres se cruzaban apuestas. El señor Casanova decretó que: “Pese a su aire ministerial y sus modales masculinos, no necesité ni un cuarto de hora para reconocer que era una mujer sin lugar a dudas: su voz no es como la de los castrati, ni sus redondeces pueden ser de un hombre. La ausencia de barba no la tuve en cuenta: puede ser un defecto accidental en un hombre tan bien constituido como cualquiera en cuanto a lo demás”.

Por entonces, el caballero d’Eon confesaba ser una mujer que se había vestido ocasionalmente de hombre. Como buen diplomático, el caballero d’Eon mentía una vez más: era un hombre que fingía ser una mujer que admitía haber hecho de hombre, y se veía obligado a hacer de mujer porque ya no se le permitía volver a ser hombre.

En sus últimos días, con todo su gran talento, el caballero d’Eon cayó en la miseria. No podía volver a Francia, mientras toda Inglaterra se burlaba cruelmente de él. Arrastraba su vejez lamentable en Londres, reducido a sus actuaciones de saltimbanqui espadachín. Siempre había alguien dispuesto a pagar por ver a una anciana batirse con el sable mientras algunos intentan levantarle las faldas. Entonces vivía con una rusa; unos decían que eran hermanas, y otros, madre e hija. 

La marquesa de Pompadour fue decisiva en su vida. Sin su intervención, el caballero d’Eon hubiera sido un personaje gris. De joven, él deseaba, por encima de todas las cosas, adelantarse en el escenario. Lo consiguió, y luego no pudo sustraerse a la atención del público. Eso se convirtió en un terrible castigo que no le abandonó ni en la muerte: se habían cruzado importantes apuestas pagaderas el día en que se pudiera inspeccionar legalmente su cadáver. 

El caballero d’Eon publicó libros, pero los conocedores del sexo de las frases tampoco se ponían de acuerdo sobre si era hombre o mujer. Hizo la guerra como capitán de dragones, estuvo en la cárcel, en el hospital, y en las cortes de Francia, Rusia e Inglaterra, casi cuarenta años como hombre, y otros tantos como mujer. 

En Francia se le prohibió vestir de hombre; en Inglaterra, vestía de mujer por su voluntad. El señor Adair, ministro británico de interiorismo y decoración, hizo que le siguieran mientras se paseaba por el parque, y todos sus espías coincidieron en que, llegado el caso, se acuclillaba como lo haría una mujer. El caballero d’Eon seguía cultivando su vieja pasión de engañar al público y llevaba sus precauciones al último extremo para hacer creer que era una dama. Los informes hechos al respecto contribuían al aumento de las apuestas que las compañías de seguros ya negociaban en Bolsa.

Su padre fue abogado, y su madre, la única heredera de la condesa de Chavanson, dama célebre por sus chifladuras. Por una excéntrica disposición testamentaria de la condesa, la madre del caballero d’Eon heredaría una cuantiosa fortuna si tenía un hijo capaz de recitar de memoria los poemas de Joachim du Bellay. El juez de la proeza debía ser el párroco de Tonnerre. Si el niño  recitador no conseguía superar la prueba, la herencia pasaría a su hermano de sexo opuesto, y si no había tal hermano o hermana, la beneficiaria sería la parroquia.

Cuando era bebé de cristianar, al caballero d’Eon le impusieron los nombres de Charles Geneviève Louis Auguste André Thimothée, masculinos y femeninos a discreción, y luego su madre lo vistió como una niña hasta los siete años. Era un astuto plan para heredarse a sí mismo, en caso de no superar la prueba memoriosa. Charles Geneviève d’Eon recitó los poemas impecablemente, una vez como niño y otra, como niña; el párroco de Tonnerre creyó que eran dos personitas diferentes y firmó ante notario su aprobación. Pero la esperada herencia de la condesa resultó ser un fiasco consistente en deudas tan antiguas como el propio Joachim du Bellay.

La siguiente apuesta importante en la vida del caballero d’Eon consistió en hacerse pasar por una dama, durante toda una velada, ante la marquesa de Pompadour. Lo hizo a la perfección, nadie tuvo la mínima duda, y, cuando aquella simpática dama que se hacía llamar señora de Beaumont descubrió a las señoras presentes que en realidad era el censor real Charles d’Eon, todas rieron a gusto. 

–¿No se reiría la zarina igual que nosotras? ¿Por qué no enviarlo a Rusia? —se preguntaron las traviesas amigas de la Pompadour. 

El propio caballero d’Eon, allá mismo, tal y como estaba vestido y empolvado de señora Beaumont, aseguró con firmeza varonil que para él sería un honor servir a Francia en tan atrevida empresa.

Así comenzó la buena fortuna del caballero d’Eon. La zarina Elisabeta Petrovna había pactado con Inglaterra y se negaba a tener relación con Francia, que entonces arbitraba Europa, gracias al entendimiento entre la emperatriz Maria Teresa de Austria y la marquesa de Pompadour. Fueron ellas dos quienes acordaron, contra el parecer de cancilleres y ministros ineptos, una alianza contra Federico de Prusia y lo forzaron a respetar las fronteras. El rey prusiano concibió tal odio contra la Pompadour que puso su nombre a uno de sus perros.

Aquella misma velada que actuó ante las damas del entorno de la Pompadour, el caballero d’Eon ingresó en el servicio secreto y recibió instrucciones para su primera misión. Llegó a San Petersburgo como “señorita Lia de Beaumont, dama audaz en viaje de estudios”. Y tuvo un éxito asombroso. Consiguió entrevistarse con la zarina y la convenció para que cambiase las alianzas de política exterior. Además fue nombrada lectora privada de Elisabeta Petrovna y, según los maliciosos, se convirtió en la Pompadour de Rusia.

Para asegurarse de que las confidencias de la zarina y la correspondencia oficial con Francia eran fiables, el caballero d’Eon hacía de señorita Lia Beaumont ante la zarina y la corte rusa; y de Charles Beaumont, tío carnal de la misma señorita, en la embajada francesa. 

Además, le hacía saber su doble juego a la zarina, como prueba suprema de complicidad. Pero le aseguraba que su papel de hombre era el impostado, por necesidad de su labor diplomática. Aumentaba las dificultades del engaño hasta extremos increíbles, por puro placer. Tenía gran inteligencia y excelentes dotes de interpretación. Además, estaba ayudado por la naturaleza que le dio un cutis envidiable, baja estatura, voz atiplada y complexión redondeada.

Después de su éxito en Rusia, el rey Luis XV temía que revelase lo mucho que sabía sobre sus manejos en política exterior y, para anularlo, le prohibió vestir de hombre si quería vivir en Francia. El caballero dEon, después de haber hecho de mujer durante media vida, encontraba insoportable tener que serlo por orden gubernamental, y se estableció en Londres, donde daba exhibiciones de espadachín vestido de señora. Un día, la hoja rota del sable de un contrincante le perforó el costado y se vio reducido a pasar dos años en cama, sumido en la miseria, malvendiendo sus cosas de valor, para que la casera que lo cuidaba mantuviera su secreto: ser un hombre travestido, que fingía con gran éxito ser una mujer, que admitía haber hecho de hombre. Era su medio de vida y su condena, mientras una multitud de apostantes de toda Europa aguardaban la autopsia londinense que finalmente lo peritó como un hombre corriente en todos sus extremos.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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