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Sangría para el pueblo

Por 11 de octubre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

 

En materia de matar reyes y progreso de la ciencia médica, nada como los dos siglos del barroco francés. El primer hito fue el imparable lanzazo en el ojo que el capitán Montgommery, de la guardia escocesa, le dio a Enrique II el 30 de junio de 1559, en un torneo amistoso con motivo de la boda de su hija Isabel con Felipe II de España. El rey era muy aficionado a romper un par de lanzas con los amigotes, a pesar de que los astrólogos de corte le desaconsejaban el ejercicio. Por aquel entonces, el tratamiento de las novedosas heridas de bala consistía en colmar cuidadosamente el orificio con aceite hirviendo, y todos los síntomas invitaban a pensar que el agujero dejado por la lanza allá donde estuvo el ojo y que alcanzaba hasta donde reside la sesera debía ser inundado de óleos ardientes, sin miramiento si se desbordaban por la cara o fluían por la nariz entre humazos de chicharrón.

Fue entonces cuando tuvo lugar uno de los puntos de inflexión de la historia de la ciencia médica. El gran Ambroise Paré apartó la sartén humeante que le tendía su ayudante y decidió inventar la medicina experimental. El mundo, se sabía desde los sabios griegos, era una concatenación de causas similiares aunque extravagantes. En las Hipotiposis de Sexto Empírico, entonces recién traducidas al latín y que Paré citaba con gusto, se leían algunas de ellas: “La cicuta engorda a las codornices, y el acónito, a los jabalíes que, además, comen salamandras, así como los ciervos devoran animales ponzoñosos y las golondrinas, tábanos. Si el hombre come hormigas y piojos, padece malas consecuencias; pero cuando el oso enferma, se cura ingiriendo esos mismos animales. La vibora se duerme al contacto con la rama de una encina; así como el murciélago con la hoja de plátano. El elefante huye al galope de la compañía del carnero; el león, de la del gallo; y la ballena, por su parte, del ruido de moler habas.” Quién lo pensara; sin embargo, cuando la causa de las habas molientes se aproximó al efecto de la ballena galopante, el fenómeno quedó probado. 

Así era como había que conducirse con la herida del rey. Al parecer de Ambroise Paré, la cauterización con hierros rusientes y aceites socarrantes, pese a su óptima reputación, no correspondía como silimia similibus, ni como contraria contraribus. Ya en su volumen Des monstres había escandalizado Paré a los sabios al recordar que “cuando la princesa parió un niño negro, fue acusada de adulterio, pero se libró gracias a Hipócrates, quien explicó el fenómeno por la influencia del retrato de un hombre negro que estaba junto a la cama.” Se trataba, por lo tanto, de reproducir el fenomenal lanzazo en alguna otra cabeza humana provista de ojos y demás particularidades, y después probar hasta dar con el tratamiento acertado que, salvadas las distancias, también serviría en el agujero de su majestad. Había lanzas y esforzados caballeros, y no faltaban condenados, de modo que pronto dispuso Paré de alguna que otra docena de malas cabezas científicamente alanceadas en el ojo. Había tantas que fue preciso hacer venir de Bruselas a Vésale, el mayor anatomista del momento, para atenderlas a todas científicamente. Cierto es que todos los condenados murieron pese los cuidados médicos, y lo mismo sucedió con Enrique II, al cabo de diez días de atroces dolores, pero la medicina experimental quedó bien encaminada.

Cuarenta años después, Enrique III estaba sentado en su silla perforada cuando el dominico Jacques Clément lo engañó con el viejo capote de ir a enseñarle un papel, y le dio una cuchillada tendida en el vientre. “Me has matado”, dijo el rey, y dio inicio a su lenta y dolorosa agonía, que duró hasta el amanecer. Los guardias celosos trincharon concienzudamente al dominico y luego lo tiraron por la ventana. No se le pudo interrogar, aunque en compensación fue descuartizado y quemado.

Cuando Ravaillac apuñaló veinte años más tarde a Enrique IV, los jueces destinaron al autor del “inhumano parricidio” a ser “atenazado en el pecho, brazos, muslos y pantorrillas; y su mano derecha, que sostuvo el cuchillo con que cometió dicho parricidio, será quemada con fuego de azufre, y sobre los sitios atenazados se le verterá plomo fundido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundido, todo junto. Luego, su cuerpo será estirado y descuartizado por cuatro caballos. Sus miembros serán consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y arrojados al viento.”

El aceite hirviente no parece tener en este caso un propósito curativo. Se puede concluir que la medicina había progresado en ese campo. Y más que lo hizo, porque cuando Damiens decidió atentar contra Luis XV, dijo haberse encontrado abocado al regicidio al no haber podido obtener de ningún médico que le practicara una sangría. La investigación corroboró que, en efecto, Damiens estuvo alojado en un tugurio donde solicitó con insistencia una buena sangría calmante, como las que los sabios cirujanos hacían al rey y las personas principales. Despechado por la falta de una sangría, de la que tantas cosas buenas había oído, decidió atentar contra el rey, la víspera de Reyes de 1757, cuando Luis XV marchaba en medio de sus guardias, rodeado de los grandes oficiales de la corona y en presencia de su hijo.

Caía la noche y el rey avanzaba entre antorchas para subir a su coche que debía conducirlo al Trianon. De la multitud habitual de cortesanos y ociosos ávidos de ver al monarca, salió un individuo, le dió un pinchazo desprendido en un costado, entre la cuarta y la quinta costilla, se guardó el arma en el bolsillo y retrocedió tranquilamente. Se habría escapado con la mayor facilidad, confundido con la gente, si hubiera tomado la precaución de quitarse el sombrero ante el rey, como todo el mundo. Pero, como se mantuvo cubierto, antes y después de su acción, fue fácilmente identificado.

El rey conservó la sangre fría, pero no pudo hacer lo mismo con la caliente. El hábil cirujano Hevin, el mismo que se olvidó la jeringa de plomo en el pecho del señor Montagu y lo mató sin merma de su reputación, se apresuró a practicar una sangría al rey herido hasta conseguir que perdiera el conocimiento.

Cuando Luis XV abrió los ojos, el espanto se apoderó de él. Los cirujanos Senac y La Martinière sondeaban la herida, examinaban el cuchillo, y discutían la calidad de los venenos y los simples. Convinieron en que el corte era superficial y, en el caso de que el agredido fuera un particular, podría levantarse ya mismo y asistir al baile. 

Pero se trataba del rey. El cuchillo podía estar envenenado. Se imponía, a modo preventivo, una adecuada puesta en escena: la presencia del notario del reino, los santos óleos, el confesor de Su Majestad y la celebración de un consejo médico.

El regicida inhábil se llamaba Damiens, y era lacayo de profesión. Había servido a jesuitas, jansenistas, magistrados y consejeros parlamentarios. Las habladurías, soflamas, quejas y murmuraciones escuchadas mientras servía la sopa o empolvaba una peluca fermentaron en su pobre cerebro trastornado. El quería una sangría para calmarse, como los grandes personajes. Y no quiso matar al rey, sino recuperarlo para Dios y la nación. Eso dijo, y el examen del arma le dio la razón en ese punto. 

Era una navaja que de un lado tenía una hoja larga y puntiaguda en forma de puñal, y del otro, un cortaplumas de cuatro pulgadas. Era cierto que si hubiera querido dar un golpe seguro y mortal habría empleado el lado del puñal, y no el cortaplumas. También fueron indicios de su demencia su manía con que le hicieran una sangría, el no quitarse el sombrero, y el galimatías entre volteriano y jansenista que escribió en una carta al rey, donde le decía que si se alejaba del pueblo, podrían morir él y sus herederos. 

Para Damiens, el público deseaba, como es habitual, una ejecución aparatosa. París registró una afluencia extraordinaria. Acudieron gentes de provincias y extranjeros como en las grandes fiestas. Los miradores, buhardillas y chapitelas de la Grève se alquilaron a precios de locura. Los tejados bullían de espectadores; hubo cuatro muertos y multitud de lisiados en las caídas y tumultos. 

La tarde del 27 de marzo empezó el suplicio. Primero, le quemaron hasta el hueso la mano derecha, que tenía sujeto el cuchillo. Se tuvo cuidado de repetir el mismo profeso que con Ravaillac, a fin de mostrar que no se trató de un atentado político, sino del acto de un fanático religioso. A continuación, se le atenazó con herramientas al rojo vivo, para luego echar el consabido mejunje derretido en las heridas. Siguió vivo todo ese tiempo con firmeza estoica. Lo ataron luego a cuatro grandes caballos, pero los poderosos animales no consiguieron descuartizarlo tras sesenta intentos agónicos. Hubo que recurrir al hacha para despedazar su cuerpo palpitante, que por fin sangraba. Luego se quemaron sus miembros y las cenizas fueron esparcidas al viento. Su padre fue condenado a la Bastilla y luego al destierro perpetuo. Su mujer y parientes tuvieron que cambiar de nombre para que no quedara rastro de él. Que hubiera tocado y hecho sangrar al rey por un motivo político impresionó a todos de tal manera que, casi un siglo más tarde, Michelet y los tremendos historiadores decimonónicos encontraron profética toda la actitud de Damiens, sobre todo su petición de  que la sangría no fuera privilegio de los grandes y se le practicara con profusión al amado pueblo.

 

 

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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