Eduardo Gil Bera
En el Almanaque de Versailles de 1773 hay una descripción entusiasta de las fuentes del parque: “Los jardines son particularmente famosos por la belleza de sus fuentes. Es un espectáculo que sorprende siempre. La cantidad de surtidores que funcionan a la vez hacen efectos comparables a los fuegos artificiales.” Más de un par de siglos después, los domingos veraniegos se sigue reuniendo una multitud que admira los juegos irisados de las “Grandes Eaux”.
Un particular documento del gusto de la época por las aguas y fuentes artísticas es la correspondencia de Charles de Brosses informando a sus amigos de Francia sobre las fuentes italianas hacia 1740. En una carta a su amigo Neuilly, le habla así de su visita a las casas de campo de los alrededores de Roma:
"Me ocupé más de pasearme y divertirme con los surtidores de agua que de anotar en mis cuadernos. Además, las pocas notas que escribí han quedado miserablemente mojadas y borradas, con las travesuras de escolares que nos dio por hacer en las fuentes secretas. […] Las casas de campo de Tívoli y Frascati estaban sin duda mejor mantenidas antes, y también mejor amuebladas que hoy. Exceptúo dos o tres de las que vale la pena hablaros más. Pero la mayor parte están muy descuidadas, así como sus jardines, que no están mantenidos con pulcritud; cosa muy corriente en Italia. Sin embargo, […] abundan las aguas, claras, limpias, magníficas en algunos lugares, y encantadoras en casi todos. […] La villa Belvedere-Aldobrandini, de los Pamphili, la villa Mondragone, de los Borghese, y la villa Ludovisia, son los tres más bellos jardines de Frascati. Hay otras cinco o seis bastante bonitas, si estuvieran bien mantenidas, pero son muy inferiores a esas tres, cuyas casas son bellas, los jardines vastos, al aire libre, y bien plantados, y las aguas, sobre todo, maravillosas.
La Belvedere y la Ludovisia son dos montañas aterrazadas, cubiertas de plantas, grutas, y soberbias cascadas. El gran surtidor de la Belvedere, más o menos igual al de Saint-Cloud, por lo que me ha parecido, es una de las más bellas cosas de ese género que se pueden ver en el mundo. Se lanza con un ruido tremendo de agua y aire entremezclados mediante tubos practicados para ello que hacen una pedorrera continua. Hay cantidad de otros surtidores menores, la mayor parte muy bonitos. La colina de la villa Belvedere está cortada en tres alturas, adornadas de grutas y de fachadas con arquitectura rústica, guarnecidas de cascadas y agua en surtidores. La gran cascada está coronada por columnas con acanalado en espiral por donde circula el agua. La casa de la villa Ludovisia, sobrevolada por una plataforma con un vasto estanque en forma de gavilla es todavía más bella, al menos según me acuerdo; pero ni la casa ni el jardín valen como los de Aldobrandini. Las largas fachadas, las grutas porticadas, los nichos, surtidores y estatuas son muy bellos en las dos casas. En este última, al pie de la colina, hay un bellísimo edificio de arquitectura de Giacomo della Porta. Las avenidas de abajo están guarnecidas de naranjos, con empalizadas de laureles, las terrazas en graderío, y las balaustradas cargadas de vasos llenos de mirtos y granados. La fachada tiene dos alas en ángulo y en forma de gruta. En una, hay un centauro tocando un cuerno de macho cabrío, en la otra, un fauno tocando la flauta, por medio de ciertos conductos que suministran el aire a esos instrumentos, pero es una música deplorable. Esos dos señores tendrían necesidad de volver por cierto tiempo a la escuela, así como las nueve Musas que se ven con su maestro Apolo en una sala vecina ejecutando sobre un monte Parnaso un ruin concierto por el mismo artificio. Esa invención me pareció pueril y sin encanto. Nada más frío que ver nueve criaturas de piedra pintarrajeada de colores hacer una triste música sin ton ni son. Prefiero ver su caballo Pegaso que, cerca de allí, hace brotar de una coz la fuente Hipocrena; siempre que esas princesas y los pájaros que las acompañan no se tomen el trabajo de romper la cabeza a los asistentes, ese salón debe ser muy agradable en verano; unos conductos practicados bajo el suelo aportan el aire que entre con la suficiente fuerza como para mantener en el aire una bola de una madera liviana.
Esa vez no necesitamos refresco, al ducharnos suficientemente de la cabeza a los pies. La ceremonia comenzó en Mondragone alrededor de un estanque polipríapo, es decir, cuyo borde está provisto todo en derredor de surtidores de agua en tubos de cuero más gruesos que la pierna, armados en la punta de boquillas de bronce. Estaban decaídos negligentemente en un estado de reposo, pero cuando se abrió el grifo y el aire empujado por el agua comenzó a inflar sus cuerpos cavernosos, esos buenos señores empezaron poco a poco a levantarse de una manera bastante curiosa y hacer pis incesantemente con agua fresca. Migieu, que vos no podríais creer como el más travieso del grupo, se armó de uno de esos cipotes que dirigió contra la cara del bueno de Lacurne; éste no tardó en hacer el resto, la broma se hizo enseguida general, y no terminó más que después de calarnos hasta los huesos durante una media hora. La estación de invierno no nos pareció felizmente escogida para ese pequeño juego; pero en verdad ese día hacía tan bueno y tan suave que uno no podía resistirse a la tentación de tomar un baño. Fuimos a cambiarnos de ropa interior y trajes a nuestro albergue, y he aquí lo que ganamos: estábamos sentados en un atrio de Belvedere para oír tocar al centauro su cuerno, sin darnos cuenta de un centenar de pequeños traidores de tubos distribuidos entre las juntas de las piedras que funcionaron de repente y se pusieron a chorrear en arcadas sobre nosotros. De ahí, como no teníamos nada que perder ya que habíamos vaciado el fondo de nuestra maleta tras la escena de Mondragone, nos sumergimos con intrepidez en los lugares más acuáticos del palacio, donde pasamos el resto de la velada haciendo parecidas bromas. Hay sobre todo una excelente pequeña escalera donde, una vez que uno se ha subido, los surtidores de agua parten y se cruzan en todos los sentidos, de arriba, de abajo, y de los costados. Uno queda atrapado ahí sin poder remediarlo. Encima de esa escalera nos vengamos de Legouz que nos había ocasionado la mojadura del atrio. Quiso abrir un grifo para lanzarnos agua; ese grifo está hecho expresamente para engañar a los tramposos y lanzó a Legouz, con una fuerza espantosa, un torrente grueso como el brazo contra el vientre. Legouz huyó como el diablo con sus calzas llenas de agua que le salía por los zapatos. Nos caíamos de risa; fue el final de la escena. […] Llegué muy a propósito a Tívoli, cuando trabajaban en deshacer los surtidores del jardín de Este, para limpiar los conductos. No queriendo haber hecho un viaje inútil ni volver otra vez, distribuí cuatro cequíes entre cantidad de obreros que, en dos o tres horas, repusieron todas las cosas en su estado. Durante el intervalo, fui a pasear sobre el puente y a ver la cascada del Teverone, en otro tiempo Anio, cuya agua rápida se precipita de una altura mediocre sobre un montón de rocas puntiagudas donde se pulveriza y rebrota en un millón de perlas brillantes. Una parte del río va de ahí a quebrarse de nuevo en un fondo rocoso, y la otra se abisma en las grietas de las piedras bajo las casas de donde se le ve resurgir, salir de la ciudad y recaer en la llanura en varias cascadas. Aunque la caída de agua no sea elevada, la disposición de las rocas y la facilidad para contemplar la cascada desde todos los lados, hacen el efecto más agradable y recreativo que ninguna otra que yo haya jamás visto.[…] Volvamos al jardín de Este. No hay otros que ver aquí, pero si éste no estuviera tan mal mantenido, sobrepasaría a todos los de Frascati en grandeza, magnificencia y abundancia de aguas. La situación no podía ser más feliz para entusiasmarse; los jardines están al pie de una montaña y el río que fluye de ella. De modo que no hubo otro trabajo que hacer una sangría en el lecho del Teverone para obtener agua por tubos de arriba abajo. Este lugar pertenece al duque de Módena, que lo descuida por completo; los jardines, los pórticos de plantas, los bosquetes, los parterres en pendientes y terrazas, están todos sin cultivo y desangelados. La casa no estaría mal, de no estar en ruina y sin ningún mueble, de manera que aquí no quedan por ver más que las fuentes. Y las hay en tan gran número que no apostaría por menos de mil. Me las han dado por mis cuatro cequíes y no debe hacerme duelo el dinero. Solo sería de desear que de esas mil fuentes suprimieran más de novecientas que no son más que hilillos de agua, auténticas chucherías, jueguecitos de niños, y reunirlas a las grandes piezas que son de una admirable belleza. Entre ellas está el gran canal sobre una terraza bordeada por dos líneas de surtidores dispuestos en fila, como veis en otras partes los árboles plantados a lo largo de los canales. Al cabo de esa terraza, hacia el lado de la ciudad, está la hermosa fuente del Pegaso y el pórtico adornado con colosos por donde entran las aguas en el jardín que forma una lámina de agua de una altura y anchura sorprendentes. Esa pieza de agua, la más bella del jardín, es también, sin réplica, una de las más bellas que sea posible encontrar en parte alguna. […] Debajo de ese teatro hay otro bosquete de instrumentos de viento, pájaros que mueven las alas y cantan desde una enramada enronquecidos por medio de tubos de aire y agua, y otros cuadros movientes. Es más o menos como los cuentos de hadas que sabéis que se cuentan a los niños de la manzana que canta, el agua que baila y el pajarito que lo dice todo. No hay que reteneros aquí más tiempo. Prefiero llevaros a ver algunas otras buenas piezas como la Girándula, la Gavilla, el Estanque de los Dragones, la Fuente de Baco, la del Tritón, la de Aretusa, la Gruta de Venus, la de la Siblia, etc. Ved también algunas estatuas, un Baco, Melicertes, los ríos Anio y Albula, la Sibila, etc.
Me preguntáis, amigo mío, si todas las aguas tan alabadas de los jardines de Italia son mejores que las de Versailles. No; seguramente estáis viendo que aquí hay cantidad de fuentes que no son más que pequeñas minucias. En Versailles todo es a lo grande, todo lleva el carácter ese magnificencia que era la particular de Luis XIV."
Leyendo a Brosses, uno se pregunta si esa afición a la jardinería fontanera llegó a Italia desde Francia, o si fue al revés. Y una somera indagación sobre la historia de las fuentes versallescas revela que la última posibilidad es la cierta.
En 1600, Tomaso Francini, ingenierio florentino, obtuvo de Enrique IV el pertinente permiso para afrancesar su nombre como Francine. En la documentación aparece como ingeniero e intendente de las fuentes de su majestad. Su primera muestra de talento se pudo ver en en el castillo de Saint-Germain donde hizo excavar curiosas grutas en las terrazas de los jardines que bajaban hasta el Sena. Eran grutas habitadas por personajes que rociaban a los paseantes. Estaba la gruta de la Doncella que tocaba el órgano, la del Dragón, y la de Neptuno, favorita del público porque el dios lanzaba el agua con tales borbotones que calaba hasta los huesos a quienes se quedaban mirándole. Había estatuas que inundaban a los visitanes cuando menos lo esperaban. Se ve que a Enrique IV, el famoso Vert-Galant, le gustaban las bromas un tanto toscas. También en Fontainebleau construyó Francine grutas y fuentes que ya no existen, y una curiosa fuente infantil para el Delfín, que luego fue Luis XIII, y recordaba siempre su época de niñez jugando con los grifos.
Dos hijos del Francine florentino, François y Pierre, recibieron el encargo de Luis XIV de ayudar al ingeniero Le Nôtre en la creación del parque de Versailles, en particular lo relativo a las “diversiones acuáticas”. Los Francine demostraron su maestría y dotaron al parque de uno de sus atractivos más característicos. Cosa que no era fácil, por algo describía Saint-Simon el lugar como “el más ingrato del mundo, sin vistas, sin bosques, sin aguas”. Aunque agua sí que había, en forma de pantanos y aguazales intransitables, lo que los aficionados llaman humedal, que ofreció la oportunidad de que el talento de los Francine la domesticara con un sistema de bombas y el viejo truco de los molinillos elevadores. De modo que separaron las aguas, como cuando Yahvé hizo el mundo, y las reunieron en altos depósitos cargados de la fuerza que dan la gravedad y las buenas maneras.
La primera gruta que hicieron fue la de Tetis, que ya no existe, y que La Fontaine describió en versos entusiastas. Debía ser la favorita de Luis XIV y el lugar donde le gustaba hacer los honores a las damas de la corte. Félibien la describió como una porción de nichos al fondo de los cuales un río, bajo la apariencia de un viejo dios desnudo, se apoya en una urna de donde brota un torrente presidido por la estatua de Apolo, obra de Girardon, rodeada de ninfas de Tetis que le lavan las piernas y perfuman los cabellos. Millares de pequeños surtidores brotan de orificios invisibles y recaen formando una lámina, mientrás los órganos hidráulicos imitan el canto de los pájaros, de modo que, según Félibien, los oídos de los visitantes no quedan menos encantados que los ojos. En la gran fiesta de 1688 se ofreció en esa gruta la colación a los embajadores del mundo entero.
Los hermanos Francine crearon la Montaña de agua, el Teatro de agua, los estanques de las Sirenas, el Laberinto de agua y sus animales fabulosos. De todas aquellas creaciones quedan al menos los versos que hicieron los esforzados poetas gubernamentales. Era notable que el agua era continuamente reciclada. En 1687, un año antes de la muerte de François Francine, ya se habían creado mil cuatrocientos conjuntos de surtidores. Hoy se conservan bastante menos de la mitad.
El hijo pequeño de Pierre Francine pasó del agua a la música, un tránsito muy natural, y fue director de la Ópera. Se hizo aún más famoso que sus antepasados cuando se casó en 1684 con la hija de Lully. En el contrato matrimonial firmaron el rey, el Delfín y varios ministros. Cinco años más tarde, Jean-Nicolas Francine era director de la Real Academia de Música, como sucesor de Lully, cuando todo el mundo esperaba que el puesto fuera para La Lande, sin duda mejor cualificado. La Academia entró en quiebra por la mala gestión. Aunque, en compensación, la poesía francesa alcanzó a una de sus cumbres: Jean-Baptiste Rousseau —el poeta, no confundir con el bondadoso— a quien Francine había rechazado una pieza, se vengó de la afrenta rimando portentosamente la Francinade, poema burlesco de unos pocos cientos de versos donde pateaba, denigraba e incluso hablaba mal del señor director de la Ópera.
Se hace preciso concluir que Jean-Nicolas Francine debía tener gusto literario. Porque cuando La Serre, autor de Pyrame et Thisbé, le pidió que sustituyera a la cantante que interpretaba a Thisbé porque no se le entendían las palabras, le replicó: “Ni se os ocurra pensarlo, sería el peor favor que podría haceros.”
Su primo Pierre-François Francine conservó el oficio de ingeniero hidráulico de sus antepasados y dirigió hasta bien entrado el siglo XVIII la artística fontanería versallesca. Sus hijos y nietos, heredaron el cargo, pero fueron tan negligentes que finalmente hubo que echarlos. Pero su destino vulgar no debe hacer olvidar el talento de sus antepasados, aquellos magos de las aguas que dieron a Versailles su impronta de originalidad y encanto.