Eduardo Gil Bera
Durante muchos siglos, Roma fue una ciudad donde se codeaban y a veces abofeteaban soberanías abigarradas. Todo era asilo, en cada esquina había donde acogerse a sagrado, iglesias, embajadas, palacios de cardenales o conventos. Los esbirros de la policía manejaban un mapa particular de las calles de Roma y de los lugares donde podían pasar persiguiendo a un malhechor.
En el verano de 1664, los corsos formaban la guardia papal y detuvieron a un malhechor en el distrito del cardenal d’Este, quien convocó a los embajadores de las diversas potencias para tratar del grave desafuero. Luis XIV envió al duque de Créquy como embajador extraordinario, acompañado de una nutrida guardia de soldados, que tuvieron varias varias refriegas con los corsos del papa Alejandro VII. En una de ellas, los corsos papales mataron a un lacayo del embajador de Francia. El rey Luis XIV exigió sanciones ejemplares. El papa apeló al arbitraje español. Luis XIV amenazó con quitarle los estados de Avignon. El papa cedió, deshizo su guardia corsa, que fue diezmada a galeras, y envió al cardenal Chigi a pedir excusas el 9 de agosto de 1664. Luis XIV exigió la edificación en el patio del Vaticano de una pirámide de infamia, de mármol negro, dedicada al pueblo corso, calificado de nación siempre infame, odiosa, indigna… así se hizo y la pirámide infamante, la única documentada en la historia, permaneció en ese lugar durante veinte años. En 1668, el papa Clemente IX ordenó arrasar la infamia marmórea. Desde entonces, la guardia papal es suiza.
Los suizos demostraron su particular afición a vivir de las guerras ajenas cuando se unieron como un solo hombre a la expedición francesa que ocupó Italia en tiempos de Zizim. Desde entonces formaron la guardia del rey de Francia y, cuando vino la Revolución, ni lo notaron.
Madame du Barry tampoco se fijó al principio. Solo advirtió que los tiempos andaban revueltos y que su parque de Louveciennes, en particular los jardines donde estaban encerrados sus animales raros, podría necesitar vigilancia nocturna. El capitán d’Affry, de la guardia suiza, envió al soldado Badoux, también suizo a más no poder, para que velara por la protección del parque y en especial las casa de las fieras.
La noche del 10 al 11 de enero de 1791, cuando Madame du Barry estaba ausente de su casa en Louveciennes, le limpiaron las mejores joyas, y las tenía en cantidad, y eran deslumbronas. Interrogado por los gendarmes, el soldado Badoux pretendió no haber oído nada. Al cabo de un mes, du Barry recibió una carta de Inglaterra: las joyas habían sido recuperadas y se encontraban depositadas en el banco de Ramson, Morland and Hammers, y varios de los ladrones habían sido identificados. La condesa fue a Londres y obtuvo copia de la confesión de un cómplice sin relevancia. Pero los jefes de la banda estaban en París y, para cuando du Barry regresó y alertó a la policía francesa, ya se habían dispersado.
Nueve meses después, la condesa denunció al soldado Badoux. Una semana antes del robo, una criada le había confiado que Badoux, quen debía hacer su ronda entre medianoche y las cinco de la mañana, se había ausentado diciendo que iba al cuartel de Rueil a ver a un pariente. Pero Badoux no había estado en Rueil, sino en París, donde permaneció dos días. Durante ese tiempo, ¿no habría aprovechado para contactar con los ladrones? En el curso de la instrucción llevada a cabo en Inglaterra, un cómplice reveló la forma del robo, y declaró que los jefes de la banda sabían que la condesa dormía esa noche en París y se llevaba a muchos de sus sirvientes, y que el soldado Badoux, encargado de patrullar, estaba ganado para la causa y había prometido alejarse cuando oyera dos silbidos.
Pero en virtud de las convenciones firmadas con Suiza, los soldados de esa nación que servían a Francia no dependían de los tribunales franceses, sino del Consejo de Guerra de su regimiento. Y Badoux fue al calabozo.
El juez decidió organizar un careo entre los sospechosos y Badoux reconoció entonces su negligencia. Es que esa noche llovía, y sin embargo oyó un silbido, lo cual interpretó como que algunos malhechores trataban de arramplar los pollos de raza selecta que había en la casa de fieras, así que se dio una vuelta por allá, constató la paz universal y regresó a su cuerpo de guardia, donde pasó un gran rato secando el fusil, y finalmente sostuvo con emoción que el resto de la noche no vigiló el exterior, sino la antecámara de la mansión de Madame du Barry, precaución tardía, pero honrada.
Badoux volvió al calabozo. La extradición no existía, la justicia inglesa y francesa se ninguneaban. Los ingleses pedían a la condesa que probara que las joyas recuperadas eran suyas y procedían del robo. En Francia se buscaba en vano a los culpables. Más de un año después del robo, el proceso se ventiló ante el tribunal de Versailles. Los ladrones fueron declarados contumaces, y los cómplices irrelevantes, puestos en libertad, al tiempo que se ordenaba perseguir “indefinidamente” a los fugitivos. Badoux fue dejado en manos del tribunal de su regimiento, y liberado cuatro meses después.
Un periodista fogoso de Révolutions de Paris encabezonó la defensa del pobre Badoux, y amenazó a la condesa con procesarla en nombre de la humanidad revolucionaria y de la compañía de honrados suizos cuya fama había mancillado. Poco después una banda revolucionaria asesinó al amante de la condesa, y ella fue acusada de cómplice de los antirrevolucionarios con los que se veía en Inglaterra, con la excusa de recuperar sus joyas. Madame du Barry fue condenada a muerte tras emocionante perorata de Fouquier-Tinville, el valiente funcionario que propuso instalar la guillotina en la sala del tribunal para agilizar los trámites.
Badoux acabó como carne napoleónica, cuando un hijo de la nación infamada en una pirámide por orden del rey de los franceses inició su particular campaña universal en favor de los derechos humanos.