Eduardo Gil Bera
A lo largo de mis investigaciones con pacientes afectados, he comprobado que el olvidado sufre como si le hicieran morir, y siente deseos de matar en defensa propia. Por ejemplo, cuando Zacarías se fue a por chatarra sin avisarle, el Churri repetía furioso: ojalá se muera (pues me ha dejado morir). Y Max Aub, regresado del exilio, no salía de su asombro ante la monstruosidad: “¿Cómo es posible que nadie, nadie, me haya dicho una sola palabra de mis novelas?” Un día que íbamos a merendar después de haber tratado una porción de cuestiones elevadas, Bello Portu se detuvo y me preguntó angustiado: “¿Cómo se explica usted que no me llamen?”
Es un sentimiento de disgregación, o sea de raíz gregaria, que abate al hombre. Pero morirse, no se muere, solo resuella para ver si reflota en el olvido.