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La fábula de Cristo

Por 15 de noviembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Al séptimo día fue elegido papa Giovanni de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, quien escogió llamarse León X. Tenía treinta y siete años. Era algo asombroso, teniendo en cuenta las costumbres del pasado. Pero, por primera vez, los cardenales jóvenes se habían puesto de acuerdo para elegir a uno de ellos. Fue una especial amargura para el cardenal Riario, quien había tropezado ya en cinco cónclaves con el obstáculo de ser “demasiado joven”.

León X tuvo una carrera difícil, a los siete años era protonotario y a los trece, cardenal. Muy amante de los bufones, sus favoritos eran el dúo Querno y Fetti, quienes hacían de vate beodo y fraile tullido, aunque lo eran. Como apenas tenía vista, usaba catalejo o lupa, según fuera el asunto. El rey Enmanuel de Portugal, con buen criterio, le regaló un elefante y un rinoceronte. También gustaba de la caza, lo mismo corredora que de altanería; se valía de una lente gorda y nunca se preguntó cómo era que tenía tan extraordinario tino con el falconete: los criados siempre le traían pieza por tiro. Hizo decir que era ingenioso, así como músico e intérprete de varios instrumentos. Y también que ennobleció al violín, hasta entonces artefacto callejero y pedigüeño. Era obeso y paticorto. Despreciaba a las órdenes mendicantes y prefería a los efebos.

Y fue el más claro modelo de la preceptiva que estableció Matarazzo, el cronista de Perusa: “La magnificencia de un gran señor se echa de ver en sus caballos, perros, halcones y demás volatería, además de sus bufones, músicos, poetas y demás animales extraños que posee.” Pocos años después, su sobrino, el cardenal Ippolito de Médicis, se distinguió también en el apartado de los animales extraños, con una colección de bárbaros, comedores de cosas imposibles, y perorantes en lenguas inextricables, que mantenía en su corte y mostraba a las visitas.

Una de las obligaciones tediosas que León X hubo de atender fue la conclusión del concilio de Letrán, en cuya octava sesión se dogmatizó la inmortalidad del alma, contra los desvaríos de los neoaristotélicos, panteístas y excépticos arábigos. Votó en contra el obispo de Bérgamo, diciendo que los teólogos no debían ocuparse de cosas profanas. Como cierre del concilio, se quemó públicamente el Tractatus de immortalitate animae, de Pietro Pomponazzi, profesor de medicina en Padua, quien aseguraba haber comprobado que el alma se muere.

A falta de grandes guerras, la vida en la curia era regalada como no lo había sido desde hacía muchos pontificados. Solo hacía falta ser del bando mediceo. Cuando Giuliano de Médicis, hermano de León X, se casó con Filiberta de Savoya y fue sabido que proyectaba vivir en el palacio Belvedere, el cardenal Bernardo da Bibbiena, uno de los literatos pensionados por el pontífice y autor de La Calandria, le escribió: “Alabado sea Dios, porque aquí no nos falta más que una corte de damas”. Pero tal cosa era impensable en alguien tan rígido e inconmovible como León X en su inclinación por los mocitos.

El cardenal Marco Cornaro decidió dejar en las crónicas romanas una hazaña de ardua superación. A fin de que León X se regocijara de que en su pontificado se hizo un dispendio memorable, dio un banquete de sesenta y cinco selectos platos, cada cual servido con una cubertería nueva, siempre de plata y oro, que sus eminencias tasaban con ojo experto. Durante el ágape, brotaban de las sorprendentes y audaces edificaciones pasteleras, ruiseñores, bufones, poetas y niños cantores, para regocijo de los miembros del sacro colegio.

De entre quienes odiaban a León X, hubo uno que no pudo esperar más y se puso a tramar contra su vida. Era el cardenal Alfonso Petrucci, carcomido de rencor porque el papa no tenía en cuenta lo que su padre, Pandolfo Petrucci, tirano de Siena, hizo para que los Médicis volvieran a tiranizar Florencia, y lo que él mismo porfió en el cónclave para que el Espíritu Santo lo elevara al pontificado. En pago de tanto beneficio, León X había privado de la tiranía sienesa a su hermano Borguese Petrucci, que la poseía pacíficamente y conforme a derecho, para dársela a su primo, el obispo Raffaelo Petrucci.

Lo más insufrible para el cardenal Petrucci, hermano del tirano legítimo pero depuesto, era que sin la tiranía se hallaba privado de las riquezas paternas e impedido para sostener, con el esplendor debido, el rango de cardenal. Concibió el designio de apuñalar al papa, empresa atractiva por el precedente y escándalo que causaría en la cristiandad, pero peligrosa y difícil. Se inclinó por el veneno administrado por mano ajena, expediente menos vistoso, pero más seguro para el patrocinador. Hacía falta un cirujano de prestigio. El elegido fue Battista de Vercelli, hábil cirujano que ejercía su arte en Florencia. La cirujía era pretexto obligado porque León X tenía una fístula anal, que los mejores prácticos atendían continuamente, y, si un especialista renombrado pasaba por Roma, era invitado a explorar aquella región papal.  A fin de conseguir que Vercelli llegara hasta León X, había que celebrar su habilidad para que fuera llamado a Roma. Y, al mismo tiempo, tantear al cirujano para ver si colaboraría, o si haría falta decirle que al papa sólo se le atendía con instrumental especialmente bendecido que se le proveería cuidadosamente envenenado.

Estos planes los urdía el cardenal Petrucci por carta, con su secretario Antonio Nino. Desde que ideó la conjura, se retiró a Sovana, donde su hermano Lattanzio era obispo. Su retirada no era por cobardía, sino por su seguridad. El papa, que también tenía miramiento por la suya, hizo interceptar las cartas y comprendió que se urdía un complot contra su bella vida. Hizo llamar a Petrucci, para tratar el sostenimiento de su rango cardenalicio y la concesión de algún beneficio más productivo, porque había deliberado que su mérito soprepujaba en demasía sus ingresos. Le otorgó un salvoconducto y le hizo llegar, por medio del embajador de España, palabra papal de que lo respetaría.

Confiando en esa garantía y curioso por la golosina, Petrucci se presentó ante León X. Fue detenido en el acto y aherrojado en el calabozo Marroco, el más hondo, negro y chapoteante de Sant’Angelo. Hijo y hermano de tiranos, olvidó que la más elemental tiranía prescribe el caso omiso a los salvoconductos. El embajador de España protestó que dar palabra al embajador era darla al rey, y el papa respondió que el salvoconducto era para el cardenal Petrucci, pero no para el envenenador convicto de crimen de lesa santidad y depuesto del cardenalato de quien ahora era cuestión.

De paso, León X ordenó la detención y encarcelamiento del cardenal Bandinello de Sauli, que había sido uno de los artífices de su elevación pontifical y miembro de la célebre familia de banqueros genoveses.

También fueron detenidos el secretario Nino, el cirujano Vercelli, que seguía en Florencia, y Pocointesta da Bagnacavallo, capitán de la guardia del difunto tirano Pandolfo Petrucci y del tirano derrocado Borguese Petrucci. Todos fueron interrogados, con meticulosa tortura judicial, por el procurador fiscal Mario Perusco. Una vez levantada acta de la confesión del crimen indudable, el cirujano, el secretario y el capitán fueron descuartizados en el Campo de’ Fiori. 

En Siena, el obispo Raffaelo Petrucci, tirano de la rama advenediza, aprovechó para empezar a demostrar su legitimidad y preparación para el cargo. Así, coincidiendo con los ajusticiamientos de Roma, y a fin de que los sieneses no tuvieran que desplazarse, hizo ejecutar a Leonardo Bentelli y sus hijos Guido y Giulio, quienes le habían ayudado a llegar al poder, derrocando a su primo Petrucci. Lo hizo porque preveía que se hubieran vuelto en su contra, de haberse consumado la conjura contra el papa, y este, aplaudiendo tanta previsión, lo nombró cardenal.

Al inicio del consistorio siguiente a las ejecuciones, Raffaelo Sansoni Riario, cardenal decano, camarlingo de la sede apostólica, primero del sacro colegio por sus riquezas, la magnificencia de su corte y la dignidad del cargo que ocupaba desde hacía cuarenta años, fue detenido y conducido a Sant’Angelo. La implicación de Riario se dedujo de las torturas a los descuartizados y a los aún bastante vivos cardenales Petrucci y Sauli. Su santidad León X ordenó que les inquirieran curiosamente a quién preveían papa, una vez asesinado él mismo. Pero los interrogados no decían nada bueno, o gritaban mucho, o decían muchos nombres a disparate; cosas todas confusas y de poca satisfacción. Hizo, entonces, que les preguntaran si les parecía que Riario, y todos dijeron que sí, que tiene tantas letras como no, pero parecía más acertado.

Una vez así espantado el sacro colegio, el papa pronunció un bello sermón donde se quejó de que su vida hubiera sido amenazada con tanta crueldad y maldad por quienes, por su dignidad y su lugar eminente en la curia, debieran verse más obligados que nadie a defender la apostólica sede. Se lamentó de su infortunio con tanta convicción, que varias eminencias comenzaron a sollozar, por si acaso. Siguió León X deplorando que no le hubiera servido de nada haber concedido y conceder tantos beneficios a cada uno de ellos. Aquí, sus claros ojos cegatos recorrieron los sitiales y hubo quien temió que requeriera falconete o escopetón con lente. Añadió que otros cardenales habían cometido el horrible sacrilegio. Si confesaban tal crimen antes de levantar la sesión, usaría su gran clemencia. Pero, una vez levantado el consistorio, tiraría de severidad y justicia contra todo implicado en la maldad.

Ante tales palabras, Adriano Castellesi da Corneto, el adinerado cardenal poeta que todos los otoños invitaba a su santidad a su coto de Corneto y hacía que le sirvieran los mejores gamos y ciervos con tiro entre los ojos, el dueño del bello palacio en la Via Alejandrina, el estudioso humanista, dios unos pocos pasos y cayó de rodillas ante el trono pontifical. Y casi al mismo tiempo, pero un poco después, porque se sentaba unas varas más lejos de su santidad, el cardenal Francesco Soderini hizo lo propio.

Ambos dijeron haber oído al cardenal Petrucci hablar en muy feos términos de su santidad, mea culpa, mea culpa, que eso es horrible pecado de omisión sicofante, pero que amar, amaban a su santidad, hasta la adoraban, y bien que les pesaba que se hubiera cometido tan gran sacrilegio, pero que nada más lejos de sus pensamientos.

Cuando la sentencia pontificia se pasó a limpio, fue leída al consistorio. Petrucci y Sauli eran privados de la dignidad cardenalicia y remitidos al brazo secular, que sabría ocuparse. Esa misma noche, en las negras honduras chapoteantes del Marroco, Alfonso Petrucci fue estrangulado. A Bandinello Sauli, una vez bien maduro de espanto, se le conmutó la pena de muerte por prisión vitalicia; y poco después, una vez que el genovés Banco de’ Sauli hubo pagado a León X una fuerte suma, aún mayor que la prestada por el mismo banco a Carlos VIII, el rey botarate, para que invadiera Italia, el papa le dejó salir de prisión y lo restableció en el cardenalato. Pero salió muy pachucho y solo vivió un par de días. 

Quiso León X que se dijera cómo procedió con mayor mansedumbre con Riario, en consideración a su prestigio, su autoridad y la angosta amistad que los unía desde antes que su santidad lo fuera, cuando la memorable conjura de los Pazzi, en que nació tierno afecto entre ellos. De modo que le indultó graciosamente el último suplicio, que le correspondería si su santidad mirase sólo por preservar la autoridad que confiere la severidad, y le restituyó la dignidad cardenalicia, el título de camarlingo y el voto activo en el cónclave, mediando un solo pago a la vista de ciento cincuenta mil ducados, cantidad mareante que algunos descreían que nadie pudiera juntar, más otros ciento cincuenta mil, en el caso de que cediera a la tentación de abandonar Roma.

En cuanto se deshizo de aquellos cardenales, y se hizo con su dinero, pensó León X que el sacro colegio le quedaba un tanto despoblado y desafecto. Para remediarlo, impartió treinta y un nuevos capelos rojos, en una sola mañana. Era una hornada sin precedentes y el consistorio accedió por miedo, y por si acaso. Entre los nombrados estaba Alfonso, infante de Portugal, que tenía siete años, en pago del detalle que tuvo su padre con el elefante y el rinoceronte. También estaban los hijos de las hermanas del santo padre.

León X murió en su villa de Magliana, a dos leguas de Roma. De tanta exploración y sajado de su reconocida fístula, vino una fiebre séptica, que los médicos diagnosticaron benigna. En efecto, no duró tres días.

Y, a lo que íbamos, Pietro Bembo, humanista, literato y secretario del papa, y también cardenal molto papabile en su tiempo, aseguró haber recogido de labios de León X estas palabras: 

Quantum nobis nostrisque ea de Christo fabula profuerit, satis est omnibus saeculis notum

que valen como decir: “Es cosa notable cuánto provecho sacamos de esta fábula de Cristo que da abasto para todos los siglos”. 

Cabe que fuera una invención de Bembo, ya se sabe que los literatos se perecen por esas chucherías. El otro día anduvo el papa por la comarca mediática y hubo motivo para que se agitaran los aprovechadores de la “fábula de Cristo”. Una redactora jefa aseguró en la tele que ella se emburkaría para entrevistar a un clerizonte iraní y se empaquetaría de monja budista reptante si tuviera que hacer lo mismo con el Dalai Lama, todo ello por respeto, ahora bien, se apresuraba a declarar al papa persona non grata porque “no mantiene la pobreza original que tuvo la barca de san Pedro”. También televisaron a un líder comunista diciendo que todo lo del papa le parecía una maniobra de distracción de “este gobierno, que nos quiere vender el milagro de los panes y los peces”. Barca de san Pedro, panes y peces… ¡qué pías comparaciones! ¿De qué fábula las sacarían? Y lo mejor fue un teólogo exclaustrado con pompa mediática, que aprovechaba el micro para predicar que la figura del papa “es un esquema medieval insostenible”. ¿Puede haber algo más medieval que un teólogo rabiando por ser papa en lugar del papa? Es como el visir Iznogud, que quiere ser califa en lugar del califa. Estos anticlericales españoles, con su fijación por la fábula de Cristo, y su discurso hiperclerical, por no decir curil y monjil, ¿no serán agentes vaticanistas?

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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