Eduardo Gil Bera
En esta nación de filólogos armados destinada a maravillar al mundo, todavía no ha comparecido un alto mando que explique por qué habríamos de decir “Nafarroa” en lugar de Navarra, y por qué usar semejante término sería progresista, o incluso vasco. Aunque esté fuera de discusión que donde cocea la eficacia incontestable de la aleación de ignorancia y brutalidad sobran las explicaciones, podríamos, para variar, hacer como si fuéramos razonables.
La moda de decir “Nafarroa” no sólo es advenediza y carente de fundamento histórico y lingüístico, sino que también es contraria a la fonética histórica vasca, que no tiene /f/ en su alfabeto. El origen del término es francés y su primer empleo figura en las crónicas de Froissart, donde sale “navarrois” (o sea, nafarroá) que es el progenitor de todos los nafarroás que corretean por la actualidad. Su primer registro en vasco es de 1571, cuando aparece en la dedicatoria de una traducción calvinista del Nuevo Testamento que no fue conocida ni siquiera por los especialistas —aunque sí por Montaigne, que le veía “más peligro que utilidad” — hasta 1900, cuando se editó por Linschmann y Schuchardt en Estrasburgo. Hay otro antecedente de 1643, en un manual piadoso editado en Burdeos y que tampoco fue de público acceso hasta la edición franciscana de 1964. De modo que “Nafarroa” no ha sido conocido hasta anteayer por el politburó de clérigos lingüistas que lo ha designado para derrocar al término original, declarado antivasco y objeto de lapidación revolucionaria.
Mientras tanto, sin salir del archivo de Pamplona, en todos los documentos medievales y posteriores, de mil años a esta parte no se lee más que “Navarra”, “Nauarra” y “Nabarra”. El significado genérico es “abigarrado” y en toponimia debe entenderse como “dehesa” (cfr. Ariznabarreta: dehesa de robles; Zuaznavar: bosque adehesado). Era el nombre de una comarca en la cuenca del río Ega, aguas arriba de Estella, que se unió al reino de Pamplona.
Puede que los forasteros caritativos, e incluso algunos paisanos benevolentes, se pregunten: estos vascos tan ofendidos porque le vayan a tocar el burka a su vasquidad, si ya tenían nombre, y encima era vasco, ¿a qué flagelan al personal vindicando uno francés que estaba mandado recoger? ¿Es ignorancia o hay alguna otra patología asociada? Ah la ingenuidad, avive el seso y medite: sin la preceptiva flagelación revolucionaria autodespreciativa, ¿donde actuaría la impactante ciencia de la filología armada? ¿Qué sería del terrorismo de lenguaje? ¿De dónde se obtendrían la ignorancia y borreguez imprescindibles para la construcción del artefacto?
No es una singularidad, porque en todas las lenguas hay palabras que han pasado al uso por ocurrente decreto de la superioridad, por miedo, por racismo, o por ignorancia consensuada. En ese sentido, tanto da que digan Nafarroa como Capadocia Citerior. A lo sumo, sería otro complejo para su admirable colección que ya tiene pasmada a la comunidad científica internacional. Ahora, lo particular del caso radica en que no es precisamente de libro, sino que se está usando ahora mismo para intimidar y acomplejar. De modo que permite un estudio en vivo sobre los mecanismos lingüísticos del miedo. Ahí están los pregoneros de la actualidad, periodistas, políticos, poetas, historiadores y derivados que corean “en Nafarroa”, “a nivel de Nafarroa” o flores parecidas para hacerse perdonar, y mostrarse cómplices y comprensivos con la tétrica cuadrilla. Forman la avanzadilla del miedo, son justo aquellos de quienes Chamfort aseguraba: “Las personas débiles son las tropas ligeras del ejército de los malvados. Causan más daño que el propio ejército, porque infectan y estragan.”