Eduardo Gil Bera
El capitán de de gendarmes Médard Bonnart, que vino a España en 1812 para auditar las cuentas de la gendarmería, narró su estancia en San Sebastián en un libro de memorias. Una de sus impresiones más vivas es la celebración del Oficio de Tinieblas en la iglesia de San Vicente. Al apagarse las luces, los fieles donostiarras se pusieron a patalear y aporrear con piedras y palos el suelo, los bancos, las puertas y los confesonarios. El estruendo, decían, representaba el trueno que se oyó cuando Cristo murió en la cruz. Así nació la tamborrada, esa celebración admirable. También anotó observaciones sobre la conducta de la población que demuestran la ejemplar solidaridad vasca: por las mañanas las mujeres sacuden las pulgas y chinches de las sábanas sobre los transeúntes, de modo que no hay donostiarra ni visitante que no ostente rastros de andar comido de parásitos.
En 1843, Victor Hugo visitó el admirable pulguero donostiarra y escribió a su esposa y su hija Leopoldine: “La señal de los proyectiles en todas las casas, las huellas de las tempestades en todas las rocas, el rastro de las pulgas en todas las camisas: he ahí San Sebastián”.
No estaría mal un poco de higiene, queridos vascos, porque si bien las viejas sábanas han sido sustituidas por enseñas tricolores que generosamente sacudidas infunden entre los viandantes la maravillosa conciencia de ser una raza envidiada, un pueblo admirado a causa de su latín hablado por aquitanos, y su disfrute de un conflicto secular, aproximadamente desde el neolítico, hoy más que nunca salta a la vista el rastro de sangre y cagadas de pulgas en todas las camisas.